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jueves, 23 mayo, 2024
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El hijo pródigo de región

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Por: CITLALY AGUILAR SÁNCHEZ •

  • INERCIA

En el poema en prosa La sonrisa de la piedra, Ramón López Velarde pregunta: “¿Queda un poco del artista que hizo sonreír a la piedra?” Y responde: “Debiera haber sido incorruptible la mano que encendió en la bárbara piedra, siglos atrás, esa indecisión crepuscular de la sonrisa, esa indecisión que es como un cariño correctivo de la prudencia a los sueños.”

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El poema de Velarde habla principalmente de dos elementos: El artista y la obra, siendo esta última una roca. Sin embargo, aunque de aspecto pétreo, la obra “Depura nuestras almas”  y nos enseña a  “fijar en la piedra de la adversidad la sonrisa heroica”; en otras palabras, se trata de una roca viva, animada, es decir, capaz de perdurar en su sentido primigenio a través de los siglos.

Y es que refiere a una estatua de un ángel sonriente en la catedral de Reims (el cual fue creado no sé sabe por quién en el siglo 11 destruido en un bombardeo durante la primera guerra mundial y reconstruido años después a partir de los restos). Pero Velarde pregunta más bien por su autor, y si es que hay en su obra aunque sea un poco de él aún…

Esto me hizo pensar en el propio López Velarde y en esta ciudad: Tenemos una calle, un parque, un teatro (e incluso hay, allá por tránsito pesado, una asociación de madereros) que llevan su nombre… y desde luego, un monumento pétreo. A diferencia de lo que su poema “La sonrisa de piedra” dice, pareciera que aquí ocurre un caso inverso: el autor es la roca. Por lo que habrá que preguntarnos ahora es sobre si es que queda un poco de la poesía que hizo al poeta.

Sabemos de él, de la figura que despide la calle con su nombre, lo tenemos a diario entre los labios, nos maravilla su vida (llena de contradicciones), pero ¿realmente estamos leyendo su obra? ¿Qué sabemos de su poesía? Me parece que lo que sabemos de ésta es lo que nos han ofrecido lecturas ya muy viejas.

Se ha enaltecido su figura a un nivel incluso mayor que el de su obra, sobre todo a partir de las últimas décadas. Las lecturas que tenemos del jerezano, son un tanto antiguas, quizá  la más fresca sea la de José Luis Martínez, compilador de su obra en el FCE, en la edición de 2004. Y aún en esta última, hay mucho de las dos grandes lecturas anteriores: la de 1916 y la de 1924. La primera que se suscitó a partir de su primer poemario La sangre devota, y la segunda con la revaloración de Zozobra por parte del grupo de los Contemporáneos.

Las dos lecturas de López Velarde mencionadas, tienen base en la tradición inmediata; los primeros en relación con el modernismo, y los segundos del discurso de legitimación nacionalista. Ambas lecturas propusieron una experiencia original en su momento, una que correspondía a su particular presente. En ese sentido, La sangre devota, Zozobra y La suave patria, dejaron de pertenecer sólo al poeta y pasaron a ser también de la crítica, que fue la encargada de instaurar estas obras como canónicas.

Que una obra tan compleja como la de Ramón López Velarde haya pasado a la historia como una de las más consolidadas en las letras mexicanas, se debe, además de su valor inmanente a su capacidad de enfrentarse a la crítica de diferentes épocas y salir victoriosa. Quizá sea atrevido decirlo, pero la obra del zacatecano, entre más es interrogada, más herramientas de defensa expone. Y sin embargo vale la pena reflexionar si es que aún se está dialogando con su creación o si la crítica, lejos de entablar un diálogo, ha caído en la admiración del monumento al poeta. De ser así, su obra pasaría de ser poesía a ser sólo una estatua sin más valor que el de la representación de alguna etapa en la historia de la poesía mexicana.

Y es que, la propia poesía de Velarde habla de sí misma. Hay en sus extensas páginas, deliciosas reflexiones metapoéticas: en La sangre devota por ejemplo el “Poema de vejez y de amor”, donde la poesía es una oración: “Yo te digo en verdad, buena Fuensanta, / que tu voz es un verso que se canta”. En Zozobra, la metapoesía aparece con más fuerza en poemas como La estrofa que danza, Para el cenzontle impávido y La doncella verde.

Y mejor aún, hablar de El minutero, libro de poesía en prosa cuyas lecturas son poquísimas, y que hay quienes incluso lo han considerado como libro de ensayos. En El minutero además del poema “La sonrisa de las piedra”, en el titulado Obra maestra termina con el verso que dice que “el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra”.

Si su propia obra habla de sí misma, refiere a una necesidad de perpetuarse en un sentido inmanentista. De estar vigente como lenguaje, más que como una figura que distingue edificios, calles o monumentos. Es momento entonces de leer a López Velarde y hacer la gran lectura de nuestra época. ■

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