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jueves, 2 mayo, 2024
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Subjetivaciones rockeras / Consideraciones agustinianas sobre la música (Tercera parte)

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Por: FEDERICO PRIAPO CHEW ARAIZA •

Seguiré, en el presente texto, desmenuzando las consideraciones que hace San Agustín en su Libro VI, sobre la Música, con el propósito de conocer el enfoque que de esta expresión tenía el Filósofo, en un momento como lo fue el Helenismo, en el que la música formaba parte del conjunto de las llamadas siete Artes Liberales, conocidas también como el Trivium y el Cuadrivium. En mi pasada participación, me referí a la jerarquía que le daba a los números o estilos musicales, partiendo, en la escala más baja, es decir, de los números proferidos, hasta llegar a los del juicio y los de la memoria; mencionaba también que para el autor de La Ciudad de Dios, la memoria jugaba un papel fundamental, no sólo para la asimilación de la música, sino para el conocimiento humano en general, por más sencillo y obvio que pudiera parecer.

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En la memoria, nos dice nuestro Filósofo, es donde radican las fantasías (que para él son los recuerdos) y allí se construyen los fantasmas (imágenes que crea el alma para referirse a algo que desconoce). Un error en cualquiera de los casos –advierte-, será tener por reales los fantasmas. En ambas actividades, tanto la de retener en la memoria algo que percibió, como la de construirlo con la imaginación, encontramos lo que se puede llamar “saber”, pero sería absurdo tomar dichos constructos mentales como reales. Comenta Agustín que en los casos donde un alma entregada a las cosas temporales produce armonías, éstas poseen una belleza propia que no es mal vista por la Providencia y que se pueden convertir en un género de la razón gracias a la memoria, siempre y cuando dicha alma encause su camino a Dios. Vale destacar que a lo largo del texto no se hace mención sobre algún tipo de influencia demoniaca en los números que considera inferiores, tal como ocurriría siglos después.

Llamó mi atención, mención al margen, que a lo largo del referido Libro VI, Agustín sólo considerara a la música a partir de que es proferida, y que en ningún momento tomara en cuenta la figura del músico, ni la de su inspiración, algo sorprendente, ya que es de todos sabido que el santo de Hipona tenía un gran conocimiento sobre otras corrientes filosóficas, incluso vale decir que vemos una presencia constante de Platón a través de su vasta obra, filósofo este último a quien, si no leyó directamente, lo conoció mediante otro importante pensador como lo fue Plotino. El aspecto positivo (si es que lo podemos llamar así) de que Agustín pase de largo al músico y a su inspiración es que elude una serie de prejuicios que siglos después promoverían la “satanización” tanto de ciertos compositores, como de una importante variedad de estilos musicales.

Así pues, una vez que en el hombre se restablece el gusto por las armonías de la razón, continúa Agustín, regresan incluso las armonías de la salud y las de la alegría; en este sentido, la obra musical adquiere un telos. Es esta tendencia del alma, la de buscar en las armonías sensibles -como una finalidad- la igualdad segura y permanente que se percibía de forma tenue como envuelta en sombras y pasajera; se debe a que la conoció en algún lugar, o sea que se trata de una reminiscencia, por consiguiente, se puede decir que esas armonías pasajeras o, por decirlo de alguna manera, inferiores, son producto de las duraderas o superiores.

Así se explica que, a partir de que el alma es eterna, inmutable y viene de Dios, aspira a las armonías con una igualdad eterna e inmutable; no obstante, el alma corre el riesgo de alejarse de esa contemplación y dirigirse a objetos de igual valor que ella o inferiores. No obstante, gracias a una sabiduría (que no queda especificada en el texto de qué tipo es o de dónde proviene, pero que deja suponer que es la de lo eterno, la belleza suprema y la de Dios), el alma tiene esa disposición a comprender y apetecer las cosas superiores, por encima de las inferiores. Dicha sabiduría les es propia a todos los seres humanos, ya que resulta “evidente que nadie ama aquello cuya fealdad hiere su sentido de lo bello”[1], y eso, a su vez, le lleva a apartarse de lo que la molesta.

Pero cuando el alma se inclina a sus pasiones, se aparta de la contemplación de las cosas eternas y hace nacer en ella la curiosidad “enemiga de la paz”[2], se ve incapacitada para poseer la verdad. Asimismo, cuando en este sentido, el alma se ensoberbece, se echa al exterior y se vacía yendo de menos a menos. En esa soberbia, pretende tener bajo su dominio a otras almas racionales, y para lograrlo se apoya en signos, tanto por medio de gestos, como a través de palabras. Análogamente al proceso que sigue la música para transformarse en números del juicio, Agustín dice que esos movimientos que provoca el alma sobre otras son comparados a los números proferidos, debido a su corporalidad. Cuando el alma se somete, se puede comparar con los números entendidos, porque viniendo de afuera, tiene la intención de hacerlos propios. Una vez asimilados esos dos números, la memoria los recoge y los hace números recordables y, por consiguiente, se vuelven razonables, aunque en un sentido sensible, ya que fueron producidos por signos corporales. La recomendación, en todo caso, es la de no amar las cosas del mundo, incluida la música, ya que lo que contamina el alma no son las armonías inferiores a la razón, poseedoras de una belleza inferior, sino el amor a este tipo inferior de belleza.

Hasta aquí, vemos cómo, por medio de la música, San Agustín se apoya para darnos una explicación sobre las tendencias del alma y la manera en cómo podemos evitar que ésta se eleve hacia lo divino. En mi próxima participación, seguiré, si se me permite, aludiendo a las reflexiones que este Filósofo hace sobre la música.

 

[1]Agustín, San, La Música Libro VI, versión digital. Traducción: Alfonso Ortega. v. p. 31.

[2] Ibid., p. 32.

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