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jueves, 2 mayo, 2024
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Una utopía en Vetusta

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

El socialismo gremial parte de una idea muy simple, enunciada por John Ruskin en los artículos de su “Unto thislast” de 1860: los sindicatos deben emular a los gremios de la edad media y adueñarse de la industria. Ruskin bien puede asimilarse a los “socialistas utópicos” de los que Friedrich Engels tanto habló, ya que la comunidad creada de acuerdo a sus ideales, el “gremio de San Jorge”, fue un fracaso. Sin embargo, sus ideas no lo fueron, y tanto él como William Morris pueden considerarse los ideólogos de la corriente inglesa denominada “socialismo gremial”, que desafió el dominio de la sociedad Fabiana. No deja de ser irónico que el principal líder de esta asociación socialista de izquierda, Sidney Webb, fuese el promotor de la London School of Economics, reputada escuela de ideas “neoliberales”. Ni debe dejarse de lado que Arthur Penty haya publicado, en 1906, el libro “The Restoration of the Guild System”, un tratado anti-maquinista que no proponía ideas menos hiperbólicas que las adelantadas por el marqués de Valdegamas: retornar a la edad media. Puede leerse esta historia, contada con todo detalle, en el artículo de Niles H. Carpenter “The Literature of Guild Socialism” (The Quarterly Journal of Economics, vol. 34, #4, 1920). ¿Cuál es la razón de fondo de los socialistas gremiales para proponer que los obreros se tornen los dueños de las industrias? De orden económico sugirieron muchas, como puede leerse en la obra del discípulo de George Gurdjieff, y político británico, Arthur Richard Orage, titulada: “Socialismo gremial”. Este libro se publicó en español, en 1920, por la Biblioteca Nueva de Madrid, en traducción de Carlos Pereyra. Ramiro de Maeztu ya había publicado su “Crisis del humanismo” en 1919 y, como consigna Carpenter en la referencia citada, había aparecido primero en inglés en 1916 bajo el título: “Authority, Liberty and Function” (Macmillan, 1916). Sin desmerecer la prevalencia de las razones de los socialistas gremiales en los tiempos que corren, vale la pena recordar por qué el trabajo asalariado debe desaparecer. De acuerdo a Orage en la referencia citada, el trabajo humano no es una mercancía, y por ende no debe ser tratado como tal. Si se insiste en considerarlo de esa manera, se degrada al ser humano y se arruina la economía de las naciones. Por ende, debe abolirse, y junto a éste, los parásitos que lo sostienen: los dueños del capital y su apéndice, el Partido Laborista. La idea es curiosa, las razones que la animan comprensibles e incluso convincentes. Hay un principio más que explica Orage: el poder económico precede al poder político. Este apotegma significa que cualquier sistema social que otorgue derechos políticos sin acompañarlos de enriquecimiento general de la población, es una engañifa. Tales posiciones pueden lucir obsoletas, y cualquier fogoso marxista podría explicar por qué. No mueren, sin embargo. Aunque utópicas señalan el objetivo que se quiere obtener en el mundo del trabajo: su supresión. Hay una experiencia similar que concluyó en una especie de estancamiento, y ocurrió en la ciudad de Zacatecas en los 1970. Cuando la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ) firmó el primer contrato colectivo de trabajo (CCT) con el Sindicato de Personal Académico (SPAUAZ), sin saberlo, o tal vez a sabiendas, se abocó a la construcción de un “socialismo gremial”. No había teóricos de esto, asumían la doctrina marxista leninista como superstición y superación de los anquilosamientos positivistas y teológicos del Instituto de Ciencias Autónomo de Zacatecas. Cambiaban una fe por otra, y en el vértigo de los años 1970, mediante el conjunto de prestaciones acumuladas, y los procedimientos de promoción estipulados, en el CCT experimentaron la máxima del socialismo gremial. Los docentes se apoderaron del presupuesto universitario; mejoraron sus condiciones laborales (hacia 1980 casi toda la planta era de medio tiempo y tiempo completo); expulsaron a sus opositores (lo que nombran “la derecha”), en 1977, y mediante los recursos universitarios a su disposición, comenzaron a pensar seriamente en el poder político. Se afiliaron a partidos, o los financiaron, lograron cargos públicos y la utopía construida, como todas las demás, se estancó y se inició, durante los 1980, su desmantelamiento. ¿Cómo?, ¿de qué manera convencieron las fuerzas extrañas a los líderes gremiales para que cedieran la escala móvil de salarios, la atención médica privada, la jubilación dinámica? A través del proyecto de modernización de la educación superior, promovido desde el gobierno federal, se logró, poco a poco, quitar el control del presupuesto a las universidades autónomas. Cada universitario, si quiere ver su peculio florecer, debe doctorarse y gestionar sus incrementos “salariales” mediante los programas federales o contentarse con un salario no tan malo, pero muy alejado de lo ideal. De la misma manera, las burocracias universitarias deben presentar proyectos, hacer reformas, mostrar obsecuencia ante quien posee la rectoría de la educación nacional. En medio de esta situación cualquier “derecho político” de los universitarios es bueno, pero canjeable por vales para los estímulos o diez horas de base. Que haya fracasado no debe enturbiar la lección del “inconsciente político” (o pensamiento utópico) de los universitarios de los 1970. Ellos, como Joseph Fourier, en sus mares de limonada, estuvieron a punto de suprimir el trabajo.

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