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viernes, 26 abril, 2024
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El insulto en la oratoria y la Senadora Téllez

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Por: Mauro González Luna •

El orador de verdad escasea en «toda la memoria de los tiempos y ciudades»: es algo excepcional. Los dioses conceden el don de la elocuencia con avaricia. Se nace orador y su palabra elocuente se va forjando con práctica, disciplina y estudio de la historia y la filosofía. Se ha debatido si los grandes oradores surgen en épocas gloriosas de los pueblos o en aquellas decadentes, revueltas. En mi opinión, en ambas.

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Ejemplos clásicos de dicha opinión: Pericles, célebre orador y político en el zenit de Atenas.  Demóstenes y Esquines durante el declive de Atenas ante la hegemonía macedónica con Filipo y Alejandro Magno, y Cicerón en los años postreros de la República Romana. 

Hartos siglos después, en época turbulenta de ruinas monárquicas y de albas de entusiasmo insólito: el verbo de Mirabeau en la Asamblea Nacional que la llenaba toda como tribuno y hombre de Estado, y quien, de no haber muerto a destiempo, habría evitado el Terror de Robespierre. 

Y en tiempos aciagos del México del siglo XX en su primer tercio: José Vasconcelos, irrepetible, junto con la pléyade de jóvenes oradores -Gómez Arias, Gómez Morín, López Mateos, entre otros- en la brillante campaña presidencial de 1929, frustrada por fraude evidente del aparato estatal.

En el México de hoy, con motivo de los debates en el Senado de la República en torno al tema de la militarización, está destacando con luz propia la Senadora L. Téllez, cuya palabra doblega ánimos, desata tempestades en estos tiempos revueltos, cuya elocución es pura y clara con dicción impecable, y cuya acción oratoria -gesto, mímica, actitud- reúne las exigencias del libro «Acerca del Orador», escrito nada menos que por Cicerón. 

Cabe señalar que no soy panista desde hace lustros ni de partido alguno, que no conozco a la Senadora, que no coincido con su visión acerca del conflicto ruso-ucraniano, que sí comparto su crítica a la militarización, y que escribo como conocedor de la materia: en mi juventud, -con sano orgullo lo digo y sin vanidad porque toda fortuna humana es pasajera- campeón de oratoria en los concursos de la Escuela Libre de Derecho y del Colegio Cervantes , y en la madurez, parlamentario asiduo a la tribuna de 1994 a 97, hablando contra las panistas «lenguas en conserva» de entonces, contra la iniquidad del priismo de esos años, y a favor de una política solidaria y verdaderamente democrática.

En su incendiario discurso del 4 de octubre de 2022 contra la militarización del país, en complemento de sus argumentos de fondo, recurrió la Senadora Téllez a la invectiva, a la elocuencia desesperada y valiente en hora suprema, a la ironía que abate altanerías de los engolosinados de la novedad del poder sin límites, al insulto contra los defensores de la permanencia desmesurada de las Fuerzas Armadas hasta 2028 en tareas de seguridad pública, en franca contradicción con el artículo 21 constitucional que establece, con claridad meridiana, que la Guardia Nacional es de carácter civil. 

De inmediato, los que habitualmente insultan desde la mayoría, y antes lo hacían cuando eran oposición -con algunos de los cuales compartí experiencias parlamentarias como diputado federal de oposición en la LVI Legislatura- se rasgaron las vestiduras junto con sus repetidores de los medios, aduciendo el supuesto bajo nivel del debate. Los argumentos contra la militarización durante el debate fueron contundentes, aderezados con la invectiva, propicia por la gravedad del momento y sus consecuencias para el porvenir.

Ante esto hay cuestiones fundamentales que mencionar. Primera, ¿por qué ha de ser virtud insultar desde la tribuna cuando se fue oposición en tiempos revueltos, y vicio cuando el insulto se dirige a la que era oposición y hoy es mayoría en momentos turbulentos? ¿Acaso la virtud y el vicio cambian de nombre cuando cambian de partido, como preguntó Lamartine en los Girondinos? 

¿No acaso la soberana elocuencia consiste en la «temeridad de las palabras» cuando están en juego las libertades y lo justo de una nación? Nadie tiene el monopolio de la palabra, ni el de la invectiva política.

Segunda cuestión, el utilizar la invectiva, el insulto en los discursos políticos, y más en el foro y los Parlamentos, es un recurso habitual de grandes oradores en circunstancias revueltas; lo fue en el caso de los dos más sobresalientes de la historia; Demóstenes y Cicerón.

Demóstenes, el príncipe de la oratoria de todos los tiempos, insultó a Esquines, defendiendo aquél la libertad de Atenas frente a éste doblegándose indignamente ante Macedonia. 

Cicerón consideró que, en ciertas coyunturas de la historia de un pueblo como cuando la República Romana corría peligro, el argumento invectivo «ad hominem» era un deber cívico, según lo demostró en sus «Filípicas» contra Marco Antonio para desenmascararlo, llamándolo: «vergüenza humana andante, degradada por el envilecimiento, profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, hombre de moral corrompida, borracho disoluto». Y no hablemos de Dantón en la Francia del XVIII, ni de Emilio Castelar y su verbo de prodigio en la España del XIX hoy con gobernantes de segunda, ni de Muñoz Ledo converso hace poco en su último discurso en la Cámara de Diputados.

Y sin olvidar la palabra virulenta de Churchill en momentos críticos de la historia de Inglaterra y del mundo a mediados del siglo XX. ¡Qué contraste con el balbuceo de los últimos primeros ministros, de una mediocridad, mezquindad y ceguera inusitadas en materia de política internacional!

Los tiempos parlamentarios de hoy no están para lenguajes bucólicos, para discursos pastoriles poblados de ternura. La resignación, indolencia, estulticia, indiferencia o cobardía de tantos ante la grave situación de la patria, y del mundo colonizado ideológicamente emulando a Sodoma y Gomorra, no cambia la naturaleza perturbadora de estos días que demandan la palabra arrolladora, contundente de verdad. 

Finalmente, recuérdense las palabras de fuego de los profetas de Israel, de las divinas del Nazareno, quien hizo y hace nuevas todas las cosas, dirigidas a los escribas y fariseos: «raza de víboras, sepulcros blanqueados». Hay un tiempo para todo. Hoy es el de la «parresía», la del decir franco, valiente, veraz, fuerte, tumultuoso.

Dedico este artículo con afecto y admiración infinitas a la memoria mi padre cuyo nombre llevo, un patriota, poeta, excelente cardiólogo discípulo de Ignacio Chávez, amigo de Elías Nandino y de Carlos Septién García; y a la del Maestro Anacleto González Flores, mártir cristero brutalmente torturado y asesinado por el callismo sectario en 1927, orador formidable, incendiario. Sus discursos se pueden leer en el libro «El Plebiscito de los Mártires», con prólogo de Efraín González Luna, gran orador, primer y más brillante candidato presidencial en 1952 del Partido Acción Nacional en sus mejores tiempos de «brega de eternidad», de sólida doctrina solidaria y generosa, amiga del pueblo llano.

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