Si el sistema político funcionara como se dice en el papel, los congresos tendrían que ser espacios de interés público de más alto nivel.
Sus transmisiones televisivas o digitales tendrían más raiting que los reality show, y la gente seguiría las discusiones con la misma pasión con la que ven un partido de futbol.
Evidentemente no lo es, pero ¿por qué? Habrá quien considere que es porque los temas a tratar no le interesan a la gente, o que carece de los conocimientos para entenderlos.
Parte de razón puede haber en ello, pero a mi parecer eso sería sólo inicialmente, porque a fuerza de constancia la gente se familiarizaría con sus complejidades.
O quizá éstas no serían tantas porque de haber discusiones reales, y verdadera confrontación de ideas, el empeño estaría en mostrar claridad y elocuencia que permitiera ganar el debate, y no en generar verborrea que encubra vacuidad.
Pero estamos lejos de eso. Habitualmente los espacios legislativos son aburridos y burocráticos porque las decisiones reales se tomaron mucho antes de los micrófonos.
Sin importar lo que se diga en los plenos, los legisladores tienen claro en qué sentido van a votar, por lo que las sesiones terminan por ser sólo representaciones teatrales de los acuerdos previos.
En el mejor de los casos la esencia del debate de ideas está en comisiones, cuando casi nadie los ve, y “en corto” media docena de diputados acuerdan el sentido de los dictámenes.
Ese es el escenario optimista. Habitualmente es en los cafés y restaurantes donde se suavizan los tonos que se exacerbarán frente a las cámaras, y se prepara la escenificación con las que se desatarán las cabelleras y se pondrán las máscaras.
No se mal entienda, no es que se espere y mucho menos se desee que las confrontaciones sean radicales o personales. Al contrario, los espacios legislativos tendrían que ser zona de debate de ideas en pugna por la concreción de las plataformas partidistas de cada quién.
Tendrían que ser el espacio donde se distinguiera la derecha de la izquierda.
Pero no lo es, y será elocuente ejemplo de ello la previsible defensa del impuesto a la infraestructura que hará Morena, aunque en su origen votó en contra de ese impuesto. Lo será también lo contrario, la muy probable condena de ese impuesto entre quienes hace poco lo hubieran defendido.
Es el problema de nuestro sistema político donde alternancia significa que los patos un día se convierten en escopetas y viceversa.
Es el problema de que los cambios sean un simple “quítate tú, para ponerme yo”, que a veces ni a eso llega, porque son los mismos cambiando sólo de colores y camisetas, gracias a la infinita capacidad camaleónica y chapulinesca de los más “exitosos” de nuestros políticos.
En ese sistema no importa desde dónde se brinque o hacia dónde se vaya, porque el riesgo de caída es nulo gracias a la red multicolor de complicidades mutuas que está tejida de forma invisible pero intuida por los simples mortales.
Esta red de solapamiento colectivo es la que hace posibles triangulaciones como las que hoy denuncia el diputado Ernesto González Romo, o como las evidenciadas por La Jornada Zacatecas en 2015, o las desnudadas hace unos años con una grabación en las que se exigía con vehemencia 100 mil pesos por haber cumplido “acuerdos”.
Misma red que ha permitido maquillar el nepotismo legislativo gracias a que un diputado contrata al familiar del otro, y viceversa. Y ya si no quedó huella de pudor alguna, no sólo contratarlo sino basificarlo en tiempo récord, como parece que hicieron al menos cinco diputados de la legislatura pasada de acuerdo a lo publicado por el periódico imagen (disponible en https://imagenzac.com.mx/capital/basificaron-a-parentela-de-exdiputados/amp/).
Esa red de corrupción orgiástica ha permitido más de dos años de violación a la ley para evitar designar órgano interno de control que investigue todo esto.
No habrá mucha esperanza hasta que los hilos se jalen desde fuera de la telaraña.
