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sábado, 18 mayo, 2024
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¿Texto real o simulado?

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Por: Manuel Rivera • Admin •

Caminas hacia el ataúd con ansias de verte más que de ser visto, resistiendo los deseos de vomitar tus adentros, asqueado por la simulación propia y ajena que recuerdas y te confunde o simula confundirte.

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Luego, tras asomarte al féretro de tu amigo y verte en el espejo que adelanta el tiempo, crees entender al menos dos cosas: una, que hasta muerto él te sigue invitando a vivir plenamente; y, otra, que lo único no simulable es la muerte.

Aquí, ante este cuerpo ausente ya de sentires, te queda claro que para simplemente existir, trascender y evitar culpas en el último minuto es necesario abordar la existencia como una obra de teatro en la que todo puede ser simulado, menos la caída del telón.

Pero, ¿seguro que no está fingiendo? Al parecer, no. Lleva muchas horas absolutamente inmóvil en su envoltorio final, representando a la perfección, con veracidad que abofetea, el irremediable final del juego de la vida, ese de suspiros más o menos largos, más o menos frecuentes.

Ante esta realidad muchas veces inaceptable, dudas entre la risa o la compasión que provocan quienes se creen inmortales monarcas ungidos por la ignorancia o cobardía de su pueblo, reinando sin pudor, ni perdón alguno, robando y humillando al miserable, con la razón o sinrazón de quien simula creer en un solo dios y vive sabiendo que su inexistencia le exentará de castigo.

Fingir empleos o seguridad puede ser necesario o hasta indispensable para quien asume, por ejemplo, su propia vida como una simulación. Empero, el pueblo no se sienta a la mesa a comer simulaciones o aguarda tranquilo a sus hijos simulando que hay paz.

Para gobernar, trascender y heredar el poder habría que empezar por entender que comunicar no es sinónimo de fingir y que engañarse no trae necesariamente como consecuencia engañar a los demás. El que engaña vive hasta que el engañado quiere.

Y tú, ¿seguro que no estás fingiendo? ¿Estás convencido de que no eres igual? O, sencillamente, ¿es la oportunidad la que hace al ladrón, por lo que la condena de buena parte de la sociedad a la que perteneces obedece a estar fuera del círculo del latrocinio, no a la inmoralidad e ilegalidad?

Ante esta imagen de única verdad que representa el cadáver que observas -¿o te observa?-, debates entre aceptar carcajadas o piedad en tu calidad de ser invadido por patológicas ansias de entrega o aceptado ente simulador de sí mismo. En cualquier caso, ¿cómo saber qué es lo existente, cuando de la mentira viven muchos –y no te hagas a un lado-?

La falsedad, por ejemplo, de los sentimientos del gobernante expresados a la plebe, su continuo onanismo evidenciado por la manipulación que hace de las cifras o su desprecio a los demás como elementos siquiera vivos en la monarquía de la soberbia y la corrupción, son todas simulaciones que mantienen una realidad de retroceso, pero, al fin, realidad.

Igual sucede con el individuo, cuyos primeros engaños son soslayar su fugacidad sobre la tierra y disfrazar lo que es con lo que los demás le dicen debe ser.

¿Existes, en serio? ¿O sólo en simulación?, te preguntas. Luego imaginas la fría y rígida mano que hace algunas horas conducía calor y movimiento y te entiendes un poco más.

Ante la inamovilidad de la fúnebre imagen que te sacude piensas, al menos por un momento, que llegó el tiempo de rebelarte al absurdo miedo del arribo de la nada, que te lleva a usar máscaras para burlarla con bienes y circunstancias temporales, terror que ahora entiendes resulta superlativamente estúpido, puesto que desde el primer instante de tu existencia ella camina a tu lado, con o sin invitación, la veas o no, la desnudes o la disfraces.

Ríe entonces tu razón provocada por quienes se asumen simuladores superiores, como si cerrando los ojos pudieran evitar el encuentro con la nada, desperdiciando, además, la oportunidad de dejar las huellas de su ser sin disfraz, comprometido con el mejor transitar de los demás en el camino hacia la inexistencia, ruta sin simulación posible.

Descansa en paz junto con ellos, que los muertos que no respiran ya lo hacen. ■

 

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