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sábado, 18 mayo, 2024
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Uber o el conformismo

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Algunos años atrás, en una geografía distante, un amigo regiomontano –con quien compartía la condición de forastero en esas tierras– me sugirió descargar una aplicación para solicitar el servicio de taxi a domicilio con sólo tocar un par de veces la pantalla de mi teléfono móvil. La idea, de una simpleza excepcional, cobró una relevancia extraordinaria en nuestra cotidianeidad: evitar el oneroso trámite de buscarse un taxi en medio de la lluvia torrencial y las gélidas temperaturas septentrionales.

En fechas recientes, un servicio similar a aquel de otras latitudes y otros tiempos, ha atraído buena parte de la atención de la prensa en México –aunque no solo–, no tanto por sus bondades, sino por el revuelo que han causado sus detractores.

Sucintamente, Uber es un servicio de transportación privada que funciona dando un par de instrucciones al teléfono móvil: con ayuda del GPS interno, el usuario determina ubicación de origen, selecciona un destino y el sistema realiza la petición del servicio, a la vez que informa el tiempo de arribo del vehículo y un estimado de la tarifa de acuerdo a la distancia a recorrer y la demanda del servicio en el área (aunque la tarifa final se determina en un cálculo de distancia/tiempo). En Uber no hay transacciones en efectivo, a diferencia de aquel sistema que yo conocí años atrás y que era, digamos, un tanto más rudimentario (además de funcionar con un taxímetro convencional).

El esquema de Uber en general ofrece una experiencia superior a la de los taxis tradicionales: los conductores son sumamente amables, las unidades son de modelo reciente y están en impecables condiciones de operación, además de la puntualidad y seguridad (tanto en como del servicio) que ofrecen. La calidad se mantiene gracias a un estricto control tripartita: la organización que certifica a los conductores, además de un esquema de valoración mutua entre usuarios y conductores (quienes pueden vetar y ser vetados), todo lo cual se refleja en la mayor eficiencia en términos de costo/beneficio, pues encima de todo, las tarifas (en condiciones normales) son más baratas que las de un taxi.

Hasta ahí todo bien. ¿Cuál es, entonces, el problema de tantos que se manifiestan en su contra, que han incluso llegado al extremo de vejar a participantes de este esquema, sean estos conductores o usuarios? El quid del asunto se encuentra, como tantas otras cosas en este país, en la afectación de los intereses de un gremio que con inversiones muy bajas, extrae rentas constantes de un sector de la población con pocas o nulas oportunidades de recurrir a un sucedáneo medianamente eficiente.

Porque, en México, abordar un taxi es coquetear con malos espíritus e incluso, la muerte, sea por la conducción punible, sea por las cuestionables actividades secundarias y/o nexos de los conductores, sea por la maldita suerte. Y es justo en este tipo de coyuntura que debería abrirse un debate en el país sobre el transporte público que en general es un desastre (quizá con la excepción del metro de la Ciudad de México con todo y sus cuitas) con miras a revolucionar su calidad, eficiencia y sustentabilidad ambiental en nuestras ciudades cada vez más atestadas e intransitables por la ingente cantidad de vehículos en circulación. Pero en vez de eso se opta, como en la mayoría de los casos, por mirarse el ombligo e invocar la costumbrista conspiración con afán de perpetuar la protección de los privilegios de unos cuantos a costa de los demás y que, como país, nos tiene donde nos tiene.

Son atípicos los casos de un servicio de transporte público confiable: la mayoría de la gente se queja de tarifas arbitrarias y abusivas, la inutilidad (o peor, la simulación) de los taxímetros, la ínfima calidad de las unidades, la inseguridad, y eso sin hablar de los choferes y sin incluir, además, el servicio de autobús u otros vehículos de uso compartido, en las que las rutas son disfuncionales, sin (casi) horario de servicio fijo, constante y confiable, que circulan en condiciones lamentables.

La reticencia y resistencia al cambio son la evidencia más conspicua de esa afectación al interés de unos cuantos que provoca la competencia. Cierto es que Uber no está debidamente regulado, como argumentan los afectados. Pero entre tanto apologista de la supremacía del mercado y la libre competencia como el regulador óptimo de las relaciones sociales, este debiese ser uno de los ejemplos de libro de texto de cómo el consumidor se beneficia cuando la competencia fuerza a los participantes a elevar la calidad de los servicios.

En Chicago existe un célebre puesto de perros calientes, The Wieners Circle, famoso por el abuso verbal al que empleados someten a los clientes (y viceversa) y el cual es parte integral de la experiencia: el cliente paga por ser vejado. Acá, encima de pagar (poco o mucho, es lo de menos en ésta óptica) recibimos un mal servicio en todo o casi.

Y ahí reside precisamente la cuestión nodal: o seguimos conformándonos con las vejaciones que sufrimos a diestra y siniestra, o exigimos la modificación de nuestra realidad. ■

 

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