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viernes, 26 abril, 2024
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Normalistas de Juchipila

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

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Algunas son mamás solteras; otros, recién casados. La joven Mayte se recupera de cesárea, Judith parirá en este octubre, Nando es disciplinado vocalista en mariachi y grupo musical. Para apoyar a enfermos, Angelina organiza cenas-karaoke y además sale a perifonearlas en su automóvil blanco. Pocos encuentran un trabajo en las tardes y al poco tiempo deben abandonarlo porque no pueden con él y las tareas. Los normalistas de Juchipila provienen en su mayoría de Apozol, El Remolino, Nochistlán, Jalpa, Moyahua, Tabasco, Sombrerete, Tlaltenango, Huanusco, Loreto y Jerez. Una estudiante de Fresnillo, Romina, dedica cinco horas y media en autobús para ir a visitar a familiares y novio cuando éstos logran enviarle dinero.

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La hora del recreo es de vendimias: los de segundo año ofrecen paletas de hielo y mazapanes, los de tercero, nachos y donas de chocolate. Los clientes somos los profesores, compradores más por solidaridad que por antojo.

Los normalistas acosan al encargado de becas para preguntarle cuándo llegará el apoyo. En la misma media hora de recreo se cooperan para las cartulinas del día, juegan basquetbol, sacan las guitarras, comparten las gorditas de horno.

Los normalistas de Juchipila bostezan frente a los profesores que sólo saben arrancar bostezos, y se emocionan frente a quienes saben emocionarlos. Exponen a la vieja usanza en las clases donde los obligan a contarse unodostrescuatro, unodostrescuatro, los unos acá, los dos acá, los tres allí, los cuatros allá… pero también saben reflexionar y cuestionarse y exigirse ante un docente que los impulsa a construir su conocimiento.

Fatigados, salen a montar las combis en esa calle “Surco de Nopales” (entre gozosas mentadas de madre al gobierno, los muchachos la llaman “Surco de Baches”). Poco después de las cuatro de la tarde llegan a los cuartitos rentados que comparten. Ya saben a quién tocará guisar papas o sopa de fideo, a quién tocará trapear. Todo lo dice el rol. De sus familiares aprendieron que tortillas requemadas y untadas con miel terminan de llenar estómagos.

Durante las tardes resulta difícil encontrar combis: aun así la mitad de ellos regresa a la escuela para participar en talleres de volibol, danza, reescritura, futbol, mariachi, música prehispánica. Los menos persisten en sus empleos: Juan Antonio, de Huanusco, atiende en una tienda forrajera de Jalpa; en Apozol la joven Andrea hace al tiempo frapés y tareas de Procesos de Alfabetización Inicial. En Juchipila, Javier busca artículos de ferretería que le piden sus clientes.

Aquí nadie es mártir de nada, pero tampoco la vida se detiene a esperar. Diana Cristina, estudiante de tercer año, me pide prestadas novelas de Isabel Allende y revela: su hijo de dos años se quebró una piernita y, para que ella no perdiera clases, esta mañana la abuela tuvo que llevarlo en combi al hospital de Tlaltenango, porque en Juchipila reinan las limitaciones. El marido de Diana trabajaba como chofer de las mismas combis pero hace poco fue despedido. Ella no tiene dos mil pesos para pagar el año escolar y por eso soporta, seria, ojos apagados, los avisos oficiales de que puede dársele de baja.

Aquí nadie es mártir de nada, aunque aprendemos a tolerar todo. No formamos parte de una Normal Rural, donde se vive internado; ni Benemérita, con favores directos y complacencia del Estado. Somos una Experimental, proyecto nacional que hace cuarenta años surgió con fuerza y fue dejado a nuestra esforzada suerte. Somos una Normal con excelentes resultados a pesar de las limitaciones, el pésimo servicio de Internet, los pocos libros en la biblioteca, los baños descompuestos y la energía eléctrica que se va a cada rato.

Vivimos, eso sí, con mucha pasión y fe en nosotros. ■

 

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