Ningún zacatecano tan celebrado como Ramón López Velarde, al grado que todos, prácticamente, en el ámbito de la lengua española, a menudo con razón, lo reclaman como propio; así, un coterráneo ultramontano lo sitúa a la diestra del Padre; Neruda lo erige sin más heraldo del amanecer comunista; y cuando totalmente ciego, el Borges de los últimos años, percibía una voz mexicana, declamaba en automático su Suave patria.
Pero si fuera de su estado natal ha sido Ramón objeto de un culto fervoroso, nadie dentro del mismo ha corrido con suerte paralela; ya que ni García Salinas o González Ortega, sus paisanos históricamente de mayor calado, han generado tantas esculturas, calles, plazas o escuelas con su nombre, con el plus correspondiente al poemario.
Tal parafernalia no obstante, la sentencia que condena a los profetas a no serlo en su tierra conviene plenamente al bardo jerezano; ya que si bien profusamente declamado, particularmente en fiestas de fin de cursos, muy exiguamente es leído, y en absoluto escuchado.
Viene todo esto a cuento por el litigio entre el gobierno del Estado y la presidencia de la República, empeñado el primero en abrir a la explotación minera dos millones y medio de hectáreas del semidesierto zacatecano; y de preservarlas la segunda, como reserva ecológica.
Aconsejaba Octavio Paz a los gobernantes frecuentar la poesía, y considerarla a la hora de asumir sus más graves decisiones; consejo que desatendido (más factible sería que viajaran a la luna) décadas atrás, a propósito de los veneros del diablo, desembocó en la masacre de “la gallina de los huevos de oro”; y que ignorado ahora, en la tierra del poeta, amenaza reducir a escombros tóxicos el Palacio del Rey de Oros, a cambio de un plato (trabajos de alto riesgo con salarios infames) de lentejas. ■