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viernes, 3 mayo, 2024
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Gerardo Antonio Martínez y El regreso del kazajo: el enfrentamiento del individuo ante el vacío y la incertidumbre

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Por: BEATRIZ PÉREZ PEREDA •

La Gualdra 597 / Entrevistas / Literatura

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Como lectora me gusta mucho leer el proceso creativo de los escritores, ésos tan vilipendiados manuales de escritura, que para mí son bitácoras, diarios de trabajo, son de mis géneros literarios favoritos y me fascinan porque en ellos puede puede verse la pasión, disciplina y las obsesiones de los escritores. Al leer a Gerardo Antonio Martínez puedo ver una pasión genuina por la escritura, un hábito de escritura sin prisas y una obsesión moldeada en forma de historia que le valió el Premio de Novela del Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2022 por El regreso del Kazajo

En esta novela se asoman muchos fantasmas, Emilio Vadillo, José Revueltas, el comunismo mexicano, el ciudadano frente a la autoridad, “una galería de malandros”, para retratar un México que es el de ayer, y el de hoy y el de siempre, y contar la historia de una derrota: la del hombre frente a sus certezas ideológicas. En el registro de una novela negra y en un gran debut literario, junto a Gerardo asistimos el tránsito de dos hombres, uno va hacia el precipicio, el otro ya vuelve del infierno. 

 

Beatriz Pérez Pereda: El regreso del kazajo surge de una obsesión por la historia de Evelio Vadillo, un mexicano que estuvo preso en las cárceles soviéticas. He leído que el tema surgió de varios azares y lecturas, que tienes una obra documental al respecto, pero en medio de todo esto, cuándo surgió la necesidad de abrir un Word y decir, aquí empieza la novela…

Gerardo Antonio Martínez: El proceso de escritura es un misterio frecuente para todos quienes dedicamos un espacio de nuestro día a día a este ejercicio. En un inicio, el proyecto contemplaba sólo la novela. Había leído del caso de Evelio Vadillo por lo que José Revueltas escribió acerca de él y su historia. Fueron compañeros de celda en las Islas Marías a inicios de los años 30; luego se reencontraron en 1935 en Moscú durante el congreso de la Internacional Comunista, unos meses antes de los Juicios de Moscú, esa marejada de crímenes de Estado y simulaciones de justicia que llevaron a Vadillo a un periplo carcelario, confinamiento y una breve estancia en la embajada mexicana.

La historia de este militante comunista es también la historia negra del comunismo mexicano. Esta novela se comenzó a escribir con una intención por dialogar con Emilio Padilla, la representación novelada del prisionero. Yo no quería interrogarlo sino dialogar con él. Era un hombre que venía de la derrota: los soviéticos lo trajeron de una cárcel a otra por casi 20 años; vivió seis años en un pueblito de la estepa kazaja; sus certezas políticas se derrumbaron; al regresar, la mayoría de sus amigos le dio la espalda; su familia ya lo daba por muerto. 

Desde el inicio el proyecto narrativo era una novela, ficción. Sin embargo, al rescatar documentación del Archivo General de la Nación, del Histórico Diplomático, de Sedena, los periódicos de la época y de las charlas con el hijo de Vadillo para tener un piso firme en el que correría alguna parte de la historia, me di cuenta que ya tenía la película completa de lo ocurrido con este personaje de carne y hueso. Sin embargo, como pasa en casos como éste, siempre quedan oquedades. ¿Cuáles? Como dice Svetlana Alexievich: “Lo que se dice una pareja en la intimidad de la noche no queda registrado en historia alguna, porque sólo tenemos acceso a la historia diurna de los hombres”. Y regresé a la novela.

 

BPP: Has hablado que entre otras cosas, tu novela trata el choque de un individuo con sus propias certezas ideológicas, de ese choque de lo que uno cree contra la realidad, de la contradicción. Eso me parece un signo muy de nuestra época, aunque tu novela está ambientada en la década de los años cincuenta. Platícanos sobre esto: 

GAM: El personaje en que se basa El regreso del kazajo también fue novelado por José Revueltas. Está presente en Los muros de agua, Los días terrenales y Los errores, tres obras capitales sobre el enfrentamiento del individuo con el Estado, la militancia y las certezas ideológicas. Pero no sólo eso. Son obras sobre el enfrentamiento del individuo ante el vacío y la incertidumbre. También hay que señalar que Emilio Padilla no es el único personaje que se enfrenta a la perplejidad. Los hombres, las mujeres, los camaradas que eran parte del mundo que él dejó veinte años antes, también están desconcertados. Ni unos ni otros saber reconocerse.

Hay una novela hermosa y esclarecedora que se llama El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov, que es la historia del deshielo estalinista en un pequeño pueblo ruso pero desde la mirada de un perro celador. Al salir todos los presos a causa de la amnistía masiva, el perro se queda sin trabajo. Muchos hombres regresaron a casa. Entonces, el perrito escucha a uno de ellos decir: “En las casas y en las iglesias prendieron velas por todos nosotros, ¿cómo vamos a volver ahora? ¿Quién se alegrará de vernos volver de entre los muertos? Después de todo cometieron un pecado: ¡encender una vela en la iglesia por alguien aún vivo!”

Como dices, el vacío y la incertidumbre son signos de nuestra época, pero de la historia de la humanidad misma.

 

BPP: Dos hombres extraviados: Cervera y Padilla. ¿La literatura sirve para encontrarnos, para regresar al camino, o sólo nos acompaña en el extravío?

GAM: Creo necesario adelantarle un poco de la trama al lector. En El regreso del kazajo se entrelazan dos hilos narrativos. Uno es el que protagoniza Nacho Cervera, el detective a quien le encargan averiguar el paradero de Padilla, quien desaparece en el aeropuerto de la capital mexicana luego de regresar al país tras veinte años en la Unión Soviética en contra de su voluntad. Por otro lado, tenemos una serie de monólogos de Padilla, una especie de confesiones y soliloquios escritos desde la más horrible soledad (casi desde el apando), además de algunos capítulos en los que se narran sus peripecias carcelarias.

Ahora, el hombre ausente, o extraviado, es un tema recurrente en la literatura. En ese sentido tampoco creo haber descubierto el agua tibia. Nacho Cervera y Emilio Padilla son hombres extraviados, que perdieron la ruta por cumplir sus ambiciones. Sin embargo, transitan por caminos opuestos. Mientras Cervera va directo al precipicio, Padilla viene del infierno. Busca la redención, reinterpretar su pasado y poner algunos nortes para su futuro. Pero no lo dejan, vive acosado por aquéllos que desean que sus respuestas confirmen sus propios prejuicios y temores. No resulta gratuito que en algún punto Padilla confiese que “Allá afuera hay una vorágine a punto de tragarte: son la Caribdis de la ideología y la Escila de la ambición. Casi nunca hay elección”.

Para vincular estas líneas con la respuesta anterior creo importante agregar que tanto Padilla como el personaje José Revueltas saben que frente al vacío ideológico, la única ruta que les queda son los afectos. Sabe que a su regreso todos le pedirán declaraciones a modo. Lo siguen viendo como un instrumento de sus propias escaramuzas y agendas de grupo, sectarias.

El único que se preocupa por su prójimo desde la más desinteresada compasión es el camarada José Revueltas, que está tan desencantado por la humanidad que decide desde ese momento sus arengas las dirigirá sólo a los perros, a los camaradas canes en los solitarios andadores del Parque Hundido. Pero sucede un milagro, una de esas epifanías o revelaciones heréticas que sólo ocurren en sus novelas. Al menos eso intenté. Es una especie de homenaje. Por supuesto que Revueltas nunca escribió esto, pero así me lo quiero imaginar. 

 

BPP: En tu novela hay un abogado, Nacho Cervera, persiguiendo el rastro de Emilio Padilla. ¿Siempre pensaste en un abogado, así como en el género policiaco, para el encargado de la búsqueda? ¿Resultaba muy obvio que fuera un periodista?

GAM: Decidí que fuera un abogado porque también deseaba abordar las jugarretas y los vicios del poder político mexicano en esa época. Ahí no sólo está el abogado arribista (el mismo Cervera). También aparecen el juez congalero y putañero; el excomunista encumbrado en la alta burocracia del PRI; los periodistas de turbio pasado; los soldadotes que siempre hacen lo que les da su rechingada gana; los policías torturadores -genios y figuras del tehuacanazo– y la “ombliguista” manipuladora y trepadora. De alguna manera, esta ruta narrativa de El regreso del kazajo es una galería de malandros. Como diría uno de los personajes clásicos de este género en la literatura mexicana: “Pinche vida”.

BPP: ¿Qué sigue ahora, luego de esta primera novela premiada y publicada por el Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2022? ¿Qué otras obsesiones tiene Gerardo Antonio Martínez?

GAM: En este momento sólo puedo decir que no me sentiría conforme con reciclar los temas, las historias o las respuestas, siempre transitorias, que me ha dado El regreso del kazajo. 

El regreso del kazajo, portada.

 

El regreso del kazajo

[Fragmento]

Por Gerardo Antonio Martínez

El asfalto cocinaba la lluvia y despedía un vapor acidulado. Para ser sábado, la cantina La India estaba a medio cupo, con la barra semivacía y algunos puñados de fumadores, que para su cantidad saturaban el local con una nata de humo. Algunos bebían su cerveza y chupaban trozos de limones. Los más bárbaros los masticaban. Otros arreciaban la partida de dominó mientras hablaban de pedidos en la fábrica de hilados, negocios inmobiliarios, necesito otro empleo, mi mujer ya no me quiere…

En la barra, Cervera pidió una lagartija y le entró con fe a la botana de cacahuates y habas. En una de las mesas, los hermanos Vargas, prósperos ingenieros y amigos de Nacho desde los años de preparatoria, jugaban una partida de baraja, mientras que Nicolás Poblano, su asistente de todas las confianzas y quien les conseguía las botellitas para refrescarse entre semana, miraba el juego de tahúres. Al igual que Nacho, sus amigos apenas rebasaban la treintena de años. Uno de ellos, Pepe Vargas, era el ingeniero designado por un senador para construirle una pequeña mansión en el nuevo desarrollo urbano de Satélite. El joven constructor pasaba sábados y domingos en la ciudad con sus viejos amigos; el resto de la semana, en la obra de la casona de esa prometedora ciudad del futuro.

Mientras el cantinero destapaba la botella y mezclaba el vodka con jugo de toronja, limón, hierbabuena y hielo granizado, Cervera siguió devorando la botana con la mirada puesta en el espejo, que le ofrecía una panorámica segura de la entrada del local. “¿Qué querrá este cabrón?”, pensó. Padilla, Padilla, el apellido del fulano aquél del que le habló Tomás Hernández comenzaba a tomar forma en sus recuerdos. Algo había escuchado, como un rumor que durante sus años en la universidad apareció en la sobremesa de las cantinas, anécdota rescatada para ilustrar la fiereza del gobierno soviético: que escribió injurias contra Stalin en un baño y le echaron el guante por esa pendejada…, que lo traicionaron sus compañeros y lo dejaron morir solo…, que un esposo celoso y militante de su mismo partido le puso un cuatro para alejarlo del país y refundirlo en Siberia. Rumores, sólo rumores. El cantinero adornó la lagartija con una cereza.

Cuando Cervera se empujaba la segunda lagartija, Tomás Hernández entró a la cantina llevando un maletín y arropado con un abrigo maquinof azul marino. En la radio narraban un aburrido partido de beisbol y la suciedad estática de las bocinas alternaba con la llovizna, una carcajada perdida y los murmullos de los clientes. Tomás se quitó el sombrero y pasó de largo frente a la mesa de los jugadores, que levantaron la mirada de sus cartas para estudiar a la nueva visita.

Nacho se sentó junto a Tomás.

—Hasta que se atreve a visitar a los jodidos —dijo.

—¡Qué va! Aquí me la vivía hace años. Eras un mocoso cuando nos pegábamos unas borracheras fabulosas —respondió Hernández con una sonrisa de nostalgia—. ¿Tus amigos? —preguntó señalando a Nico y a los Vargas.

—Sí, buenos tipos. Uno hace lo posible por ser el antipático, pero siempre hay alguien que te toma aprecio.

Durante diez minutos permanecieron callados mirando cómo Juanito, el fiel mesero de La India, sacaba brillo a cada una de las bolas de cerveza, como si no tuvieran otro propósito en toda la noche que ver a un cantinero hacer su trabajo rutinario. Hernández sacó un billete y pagó las dos lagartijas que Cervera llevaba entre espalda y pecho.

—Quizá ya es tiempo de que demos un paseo —sugirió.

Sus últimas palabras las acompañó con una mirada habitual en su lenguaje mímico. “Poder, Cervera, el puto poder es lo que quieren estos puercos”, parecía decirle con esa mirada de pupila aguzada y la sonrisa torcida.

La llovizna había ahuyentado a los pocos raterillos que llegaban a asomarse por la esquina de Bolívar y El Salvador. A Hernández y Cervera la inusual lluvia de octubre los tenía sin cuidado. Caminaron hacia Izazaga, por el barrio de San Miguel, atestado de tugurios y congales donde cantantes cubanos y vedettes despampanantes se ganaban los centavos.

—Chito Robles, uno de los compañeros del diario y que también es cercano al comité del partido, me ha dicho que eres de confianza —dijo Tomás.

—¿Chito? ¿Y él qué diablos tiene en esto?

—Todos somos parte de un mismo juego. Chito, unos compañeros del partido y yo. Nos interesa que regrese Emilio, del que ya te hablé. Yo no lo conocí, pero quienes lo conocieron hace veinte años aseguran que no merecía el cautiverio en que lo tuvieron, y mucho menos el secuestro, que viene a alargar la incertidumbre.

—¿Y desde cuándo son ustedes tan samaritanos? —preguntó Nacho—. Lo dejaron tantos años botado, a rascarse con sus propias uñas, y ahora sí lo quieren de regreso.

El Hernández de la oficina era un hombre seguro en sus palabras y sus hechos, hasta autoritario; el que Nacho tenía enfrente parecía un gato perdido, acorralado a mitad del monte, agresivo, temeroso.

—Chito y yo hemos comentado de ti en el comité. Eres joven, gracias a tu padre tienes relación con ciertos círculos políticos y además demuestras un abierto inconformismo.

La carcajada de su ayudante fue como una patada en el ánimo de Tomás, quien torció los labios en franca molestia. Su rostro cacarizo, resultado de algún avance de los fascistas en la guerra de España, era un catálogo de orificios. En otras circunstancias, estaría cagando madres, arrojando su pluma fuente al escritorio o en el piso de la oficina, o dando manotazos. Acababa de descubrir que él no podía mandar en todos los sitios y que sus enanos podían crecer más de lo que él había esperado.

—Mira, Tomás: ustedes tienden a ver el mundo como si fuera un tablero de ping pong. Buenos y malos, camaradas y enemigos de los pobres —dijo irónico cuando atravesaban la calle Mesones—. Ahora, si me preguntas, te diré que no me gusta ser tachado de idealista o de su opuesto, un faldero que se empine enfrente de un puteque. Pero ¿por qué no vas al grano, Tomás? ¿Quieren que por medio de mis conocidos o amigos averigüemos dónde está Padilla?

Habían llegado al parque de Echeveste, frente a la iglesia de Regina Coelli. Hernández se detuvo junto a uno de los autos estacionados alrededor del parque. Puso el maletín en el cofre de uno de esos autos, aflojó los seguros.

—Lo que estoy a punto de ofrecerte no lo debes comentar con nadie. Ya sea que lo aceptes o que lo rechaces, necesito tu palabra.

Mira, el comité te ofrece esto y otra parte igual si nos ayudas a encontrar a Padilla.

En el interior del maletín brillaron cinco filas de billetes verdes. La propuesta habría sonado tentadora para cualquier detective de la policía judicial. “Todo es una trampa”, pensó Cervera. Por la llovizna, el cigarro de Tomás Hernández era ya una sábana marrón coronada por una brasa que se extinguía como sus esperanzas.

—¿Quieren que lo encuentre o sólo que les consiga información? —preguntó Cervera mientras empujaba la mano de su jefe incitándolo a cerrar el maletín.

—Aún no sabemos si fue el mismo gobierno de México el que lo secuestró o fue un gobierno extranjero. Dudamos de los rusos. Quizá lo liberaron como un gesto para ganarse el voto de México por el tema de las armas nucleares que tienen en la ONU —respondió Tomás.

—¿Y era importante el tipo?

Hernández suspiró. Se quitó también el sombrero y miró a ambos lados de la calle.

—Chito ya te ha hablado de él, ¿no es así?

—Pobre. Mira que cualquiera puede terminar con los bigotes congelados en Siberia, y todo por una pendejada.

—¿Qué dices, Cervera? Tenemos datos dispersos y un informante —dudó un momento y se rascó la cabeza—. Bueno, lo que queda de un informante.

—Vaya vaya. Ésta sí es cosa de locos. Con la cédula de comunista es suficiente para estar formado en el vestíbulo de los psiquiatras —dijo Cervera con una risa burlona.

—Aquí hay un puto interés de poder. Sólo que no sabemos, Nacho, quién está detrás de ese secuestro tan jodido.

Una anciana que vendía veladoras, guarecida en la entrada de uno de los edificios vecinos, los observó cruzar el vestíbulo que daba paso a una capilla menor. Se quitaron el sombrero y la penumbra de la iglesia de Regina Coelli ocultó la mitad de sus rostros. Eran casi dos voces en medio de la divinidad enclaustrada. Tomaron una banca. Faltaban diez minutos para que iniciara la misa y un puñado de personas era la única compañía para el nuevo agente privado Nacho Cervera y su cliente Tomás Hernández. Alguien encendía cirios, alguien más oraba arrodillado, cuatro o cinco feligreses esperaban respuestas divinas.

—¿Y qué ha dicho la cancillería? —preguntó Cervera a media voz.

—¿Qué quieres que diga? Sostienen una sola versión. Dicen que Padilla estaba sentado en la sala de llegadas a un lado de Ernesto Marrón, empleado de la embajada. Esperaban un taxi y Padilla simplemente dijo “ahora vengo, tengo que orinar”. Marrón lo vio entrar a los sanitarios, pero no lo vio salir. A los quince minutos, con el dilema de dejar las pertenencias de ambos a disposición de los rateros, tuvo que entrar al sanitario. Nada. Incluso recibió insultos de un viajero gringo que lo creyó voyerista. Imagínate el cuadro. Divino, ¿no crees?

—¿Y ya?

—¿Qué más pueden decir? Ya quedaron como pendejos. No van a dar más detalles. ¡Joder!

—¡Tomás! Estás en la casa de dios.

—¡Joder, contigo!

—¿La familia? ¿Qué hay de ellos?

—Nada. Durante años le insistieron al gobierno para que les ayudara. Parece que Ávila Camacho hizo unos intentos, pero aún vivía Stalin. No hubo resultados. No se supo de Padilla en muchos años. Fue hasta el 47 cuando apareció en la embajada de México en Moscú. Parecía un cosaco, de esos que cuidan cabras y renos en la estepa, quemado por el sol y la nieve, sin un centavo en el bolsillo. Estuvo unos meses en la embajada y durante ese tiempo intercambió algunas cartas con su familia y amigos. Luego, el gobierno soviético lo obligó a tramitar su visa de salida en una ciudad alejada: Almaty. ¿Habías escuchado de esa ciudad? Búscala en el mapa cuando llegues a casa. Un año después, se le perdió el rastro, dejó de responder al telégrafo, aunque sin dejar de cobrar el dinero que le enviaba la embajada. Meses más tarde, el gobierno ruso notificó que estaba en la cárcel de Krasnoyarsk por una pendejada que llamaron “actos canallescos”. Suspendieron los giros telegráficos, que con toda seguridad estaba cobrando alguno de los agentes que lo detuvieron. ¿Puedes creerlo? La embajada lo recuperó hace poco y lo puso en el avión acompañado de Marrón. Ya sabes lo que sucedió después —de su abrigo, Hernández extrajo una fotografía—. Ésta es su foto, la más reciente. Es de hace ocho años, cuando pasó unos meses en la embajada.

Gerardo Antonio Martínez. En la Alameda Sur de la Ciudad de México. Foto de Iván Stephens.

En sus manos, Cervera vio la imagen de un hombre de unos cincuenta años, tez aperlada, flaco de melancolía, gafas de pasta oscura, el traje una talla más grande. Era, sin duda, un habitante resignado de la última frontera hacia el abandono. En la foto, Emilio sostenía una maleta y en la otra mano un abrigo. No sonreía ni para el fotógrafo ni para él mismo. A sus espaldas corrían los andenes de una estación de tren en algún punto de Moscú. A un costado, de perfil, aparecía el secretario, Ernesto Marrón. Con la cabeza inclinada a la derecha, Emilio sostenía esa nobleza del que sabe que va a morir pero no desea dar a sus verdugos el gusto de verlo llorar. Si tenía cuarenta años al momento de la foto, una vejez adelantada le había arrojado de golpe diez o quince años. Estaba tundido y aplanado por un siglo veinte que le había pasado completo por encima.

La avaricia regurgitó en los intestinos de Cervera al igual que el batido mañanero y los pancakes, pero el monstruo que se alborotaba en sus entrañas no era otro más que la piedad, burbujeante, con oleadas de acidez que no paraba ni dios padre.

La capilla se había llenado a la mitad. Algunos feligreses esperaban el inicio de la misa. La lluvia, a diferencia de los bebedores de La India, no los había ahuyentado. “¡Carajo! ¿Cambiar los tragos por salpicadas de agua bendita? Algo está mal aquí”, reparó Cervera. Hernández acariciaba el maletín. Un pequeño coro de voces blancas formado por cinco niños bien peinados entonó los primeros compases de un adagio barroco.

—¿Sospechan de alguien? —rompió el detective.

—Hay tres posibilidades: los norteamericanos, alguien del gobierno de México, o gente al interior del partido.

—A ver de dónde sale la primera madeja. Dame un momento —dijo Cervera. Se puso de pie y salió un minuto de la iglesia. A su regreso, llevaba tres veladoras. Puso una a los pies de un Cristo.

—Pensé que eras ateo —dijo Hernández.

—Aquí el que se caga en dios y la Virgen eres tú. Yo no.

—¿Y las veladoras?

—La primera es para que me ayude a entender las pendejadas que estás diciendo y me dé criterio para saber si debo tomarte la palabra; la segunda, para que me cuide dios padre en esto que me pides; la tercera, para que me pagues y no te hagas pendejo. Hernández: en la guerra no hay ateos.

—¿Y qué dices, Cervera? ¿Nos ayudas o prefieres recomendarnos a alguien?

—Aún no sé. ¿Cuánto traes en ese maletín?

—Digamos que doscientos mil dólares.

—¿Y de dónde salió ese dinero? —preguntó sorprendido el antiguo short stop, el ex talla veintiocho y el neurálgico que se conjugaban en Cervera.

—En otras circunstancias, te mandaría al carajo, Cervera, pero te lo diré: son los fondos de las ministraciones que nos manda el partido soviético.

—¿Quieres decir que van a investigar al mismo que les jala el mecate?

—No, Cervera. No confundas. Una cosa es el partido y otra el gobierno, aunque no lo parezca. Además, ellos mismos son los principales interesados en que Emilio aparezca con vida para congraciarse con Ruiz Cortines. Ahorita necesitan su voto en la ONU y quieren que esto se resuelva antes de la ronda en que tratarán el desarme nuclear.

Nacho Cervera se levantó con las dos veladoras en el bolsillo de su saco, se detuvo frente a la mesilla que acumulaba las ofrendas. Mojó dos dedos con saliva para apagar el pabilo del primer milagro. “¿Qué hago con este pendejo, mano? ¿Te lo llevas o te lo mando?”, preguntó al Cristo doloroso que colgaba de una de las paredes de la capilla.

Pensar en esa cantidad de dinero le movía esas cosquillas por acariciar la papeluza, en fajos, en billetes hechos bola, enrollados o como quiera que fuera. Era una cantidad que le ahorraría muchos enjuagues, antesalas y humillaciones: negocio propio, casa propia y hasta mujer nueva, ¿por qué no? Imaginó todos los sueños, los que sabía que no eran para él.

Tomás Hernández lo miraba desde la banca, inmóvil, con su valija, en la que guardaba una fortuna dispuesta a ofrecérsele a Nacho como una amante en el punto exacto en que se arrecian las llamadas para tomar lo que es propio.

Cervera encendió las dos veladoras restantes que adeudaba al Cristo. Con la misma y depresiva náusea regresó con su aún jefe. Regresó con Tomás:

—Mañana mismo veo en qué resulta el asunto de Padilla. Sólo necesito un adelanto para algunos gastos y para un abrigo que le debo a mi changuita —Hernández sacó un fajo de billetes y se lo dio a Cervera, quien lo guardó en la bolsa de su blazer—. Nomás te advierto que si tú o alguien de tu partido me sale con chicanadas, seré tu dolor de muelas hasta que me canse. A primera hora tienes mi renuncia y comienzo con este encargo. Vámonos. Sólo guárdame bien esa valija.

Gerardo Martínez, El regreso del kazajo, Fondo Editorial del Estado de México, 2023.

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