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sábado, 18 mayo, 2024
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Vencer a la muerte

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA • Admin • admin-zenda •

■ Zona de Naufragios

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Decía Erich Fromm (1949, Man for himself) que aquello que hace humano al humano es la peculiaridad de su esencia la que, fundamentalmente, está regida por un gran dilema que éste ha de enfrentar durante toda su vida: la certeza inatacable e inminente de la muerte. Esa oscura presencia que extiende su larga sombra y a la cual pretendemos ignorar mayormente, quizá perdidos en nimiedades, quizá entregados a alguna mejor causa, pero todos fingiendo lejanía a ésta aunque sabiendo que, ahí, en cualquier momento y en cualquier rincón, espera paciente.

La literatura de ciencia ficción, esa rama que probablemente sea la que más le ha dado a la humanidad en términos de desarrollo futurista, no ha sido ajena a estas tribulaciones. (Cómo olvidar, por ejemplo, El Inmortal de Borges, Methuselah’s children de Heinlein, The big time de Leiberg, o This immortal de Zelazni.) Y de ahí el paso a la cinematografía es corto, sobretodo con el desarrollo tecnológico que ha hecho posible la creación de mundos visualmente impresionantes, quizá sacrificando un tanto la narrativa y privilegiando los fuegos de artificio, pero contribuyendo de alguna forma a esa masificación de los futuros posibles.

El gran asunto acá es que, por muy descabellado que suene se lea o se vea, los avances en la tecnología han hecho que mucho de lo que se consideraba tradicionalmente como ficción sea ahora posible: sí, la inmortalidad incluida. El cambio tecnológico, a diferencia de desarrollos en otros campos, avanza a un ritmo exponencial, lo que ha hecho que los especialistas asuman que la evolución de la inteligencia artificial (IA), cuasi omnipresente en nuestros días en un nivel muy primitivo (IA capaz de realizar tareas simples más eficientemente que un humano: jugar ajedrez o encontrar la mejor ruta para llegar a algún lado),  evolucione a un nivel más sofisticado en unos cuantos años y alcance el potencial crudo de computación de un cerebro humano y sea capaz de hacer todo lo que hace un humano de forma mucho más rápida y eficiente. De ahí el paso a la superinteligencia, la evolución de la IA que puede superar no sólo el poder de conocimiento de un ser humano sino de todo el poder computacional humano combinado (si acaso eso fuera posible) y por mucho, es materia de un par de décadas. Los especialistas no debaten la factibilidad de que esto suceda, sino cuándo ocurrirá el nacimiento del dios binario, éste sí, capaz de incidir en todo momento y en cualquier lugar en la vida de los seres humanos. Evidentemente, esto hace más que pronosticable un cambio cualitativo sin parangón alguno en la historia. Para intentar dimensionar la magnitud de ese cambio: la superinteligencia vería a los humanos tan simples como nosotros vemos cualquier insecto.

En ese momento, como dice Tim Urban al glosar las grandes vertientes que se desprenden de este hecho futurible, se abren dos posibilidades: 1) prolongar la vida humana y llevarla a otro estadio evolutivo; y 2) la extinción de la raza. En la primera, Ray Kurzweil (2006, The singularity is near), celebre entre otras cosas por la precisión de su prognosis futurista, estima que ese momento, la singularidad en que la superinteligencia arribe, abre todo tipo de posibilidades para el mejoramiento de nuestra vida como especie. La superinteligencia resolvería todos los grandes problemas que aquejan a la humanidad hoy en día: calentamiento global (vertientes de transporte, producción de energías limpias, saneamiento atmosférico), pobreza, enfermedades, hasta la conquista de nuestra propia mortalidad. Las posibilidades que abre la biotecnología y la nanotecnología aparejadas a la IA son infinitas, por ejemplo a través de una red de nanobots en el torrente sanguíneo (o una máquina) que a través de operaciones rutinarias no sólo puedan, como hemos hecho con la tecnología actual, retardar el envejecimiento (y consecuente decaimiento) de nuestro cuerpo, sino que pudiese revertirlo totalmente y mantenerlo en funcionamiento óptimo. Incluso a través del reemplazo de partes de nuestra anatomía por otras con funciones similares o mejoradas que sean inmunes a la degradación biológica connatural a los seres vivos. La raza humana se abría conquistado a sí misma y habría abierto el canal de la vida eterna para todos.

Pero, como no hay arroz puro, existe también la otra posibilidad, que ese dios bondadoso se torne siniestro y acabe con la raza humana en un dos por tres. Los escépticos apuntan que la máquina puede tornarse contra su creador, no en la forma pueril y antropomorfa de las películas (las máquinas son amorales), sino al seguir su propia lógica interna de programación en algún caso en que su sobrevivencia se vea amenazada por los humanos o incluso, al cumplir su función última y llegue a considerarnos como un obstáculo. Nick Bostrom (2014, Superintelligence) apunta que la creación de un ente más inteligente es un error infantil desde el punto de vista evolutivo y apunta a ese riesgo existencial ya referido. Los cautelosos pues se han pronunciado sobre un diseño cuidadoso de las bases éticas y los valores sobre las que ésta superinteligencia, en su crecimiento endógeno, deba seguir. Un diseño apresurado y sin las salvaguardas necesarias resultará, casi indefectiblemente, en la extinción de la vida humana. Estaríamos invocando al diablo, en palabras de Elon Musk.

Con todo, y si la promesa de alcanzar un estadio mejor para todos no proviene ni es esperable de los seres humanos o sus instituciones políticas, que la esperanza venga, al menos, de otra parte, incluso de los dioses de silicio. ■

 

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