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miércoles, 8 mayo, 2024
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Le dedico mi silencio

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Esto fue lo que ocurrió como anécdota precedente a la lectura de la última novela, “Le dedico mi silencio” (Alfaguara, 2023) de Mario Vargas Llosa: estaba en casa de una amiga que es una gran lectora. No sé si de Vargas Llosa, pero sí una gran lectora. Muy buena ella, mi amiga, para hacer críticas literarias atinadas. Conoce muy bien el medio editorial. Así que cuando habla yo callo y escucho con atención. Sabe de escritores y escritoras y cuando dice algunas palabras acerca de la novedad literaria en turno, por lo general es atinada, certera, lo mismo que el mejor de los arqueros cuando suelta la flecha, sale disparada, cruza la cortina de los vientos y da en el centro del círculo donde miden su tremenda capacidad para los disparos. 

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No recuerdo cuál era al tema que traíamos en ese momento entre labios, pero seguramente era uno que tenía relación con los libros, porque cada que acudo a visitarla, además de admirarme con su belleza, la de ella, pero también con las tantas novedades editoriales que me presenta, los temas de conversación por lo regular son en torno a los libros, no hay falla, es un bocado para la inteligencia hablar con ella de autores, y miren que también se sabe infinidad de chismes, si ella misma está escribiendo algo, y miren que es muy buena pluma, si yo estoy escribiendo algo y detalles así. 

En una de esas se paró para ir al baño y antes de hacerlo le comenté que yo estaba en la última novela de Vargas Llosa, que pretendía mencionarla en “La Jornada Zacatecas”, ella dio dos o tres pasos en dirección hacia el baño, hizo un ruido extraño en la boca, y exclamó, un poco en tono despectivo, ¡ah, la del viejo ese!, aun cuando a su regreso del baño ya no hablamos más del viejo ese, porque supongo, no sé lo he preguntado, que o no le gusta la propuesta narrativa de Vargas Llosa o de plano, como tantos que hablan de dientes para fuera, no ha leído nada de él, de Mario Vargas Llosa. Esta anécdota sirve como preámbulo para lo que vamos a señalar a continuación del “viejo ese”. 

Con el fenómeno Vargas Llosa pasa lo mismo que con el fenómeno Octavio Paz: son dos grandes autores que o los amas o los odias. Así, sin medias tintas, de extremo a extremo. No te quedas a medio camino. Como cuando te preguntas y te tienes que poner del lado de Dios o del Diablo, ¿cuál es el punto intermedio? No lo hay. ¿Cuál es entre lo que les van al América y los que le van a las Chivas? Tampoco. Un aficionado de coraza te lo puede confirmar. O estás con ellos o estás contra ellos. O eres de su bando o del bando contrario y esperas frente a la pantalla a que caigan los goles o las publicaciones y los premios literarios y las bendiciones o los exorcismos. 

Y lo más paradójico es que en el caso de Vargas Llosa y de Octavio Paz tienen detractores y críticos especializados en destazar sus obras lo mismo que si tratase de chamorros en un plato previamente acompañado de frijoles charros, incluso cuando (y esto sí es grave) ni siquiera han leído algo de su gran obra literaria, lo hacen a partir de chismes de boca en boca, por notas periodísticas que mal escribieron profesionales que a su vez mal leyeron la obra de Paz o de Vargas Llosa, lo hacen a partir de programas en You Tube, y entonces se adueñan de críticas ajenas y las hacen suyas sin ni siquiera cuestionar sin son ciertas o acercarse al menos al libro del que se está hablando y al menos leer la cuarta de forros para tener lo más próximo a un punto crítico independiente. Sí, es curioso encontrarse a este tipo de críticos. 

Por ejemplo, entre Vargas Llosa y Octavio Paz hay un punto en común que todos creen poder señalar cuando se trata de darle voz a una izquierda progresista que muchos dicen practicar, pero que desconocen por completo: las posturas políticas de los dos. Que si Vargas Llosa dijo y apoyo. Que si Octavio Paz dijo y apoyo. Y entonces llega una “guerrita” de dimes y diretes que para fortuna nuestra solo dura unos cuantos días, porque siempre prevalece la objetividad de lo que está ahí: sus textos, en el caso de Vargas Llosa, las respuestas puntuales y críticas que siempre se encarga (y se cansa) de dar, lo que permanece frente a lo que se inventa por mero ejercicio de calumnias, de envidias, de patadas bajo la mesa. 

Y de lo único que se pierden, en el caso de Vargas Llosa, que es del que me interesa hablar en esta ocasión, es de la narrativa de uno de los mejores escritores latinoamericanos, que ha prometido retirarse de la escritura de ficción, al menos de la pública, luego de publicar “Le dedico mi silencio”. 

Ahora Vargas Llosa es paciente con la forma de narrar sus historias, con sus estructuras, con sus tipos de narradores. Parece advertirnos que por muchas formas en que se pretenda modificar la narrativa, los meros principios básicos de la narratología seguirán atendiéndose a la narrativa básica, la por llamarla de algún modo “primitiva” donde alguien en primera persona cuenta-narra para que su historia sea escuchada, tan solo eso, sin ningún tipo de intervención quirúrgica que se le quiera realizar al narrador. 

Y es lo que de entrada nos presenta en “Le dedico mi silencio”: la creación literaria de una leyenda (y con esto hay que entender los procesos que en realidad significan la creación de una leyenda), Lalo Molfino, al que Vargas Llosa lo dota de las capacidades artísticas de guitarrista excepcional dentro del marco peruano de la música criolla. 

Hay que admirarse de la precisión con la que Vargas Llosa nos recrea el primer y único concierto de Lalo Molfino, esa mágica noche tan propia de las noches de verano de Shakespeare, con una belleza tan genuina y auténtica que al leer, si ponemos la atención suficiente, lo escuchamos, el concierto, cerramos los ojos y ya estamos ahí, en primera fila, en nuestra silla, alguien nos ha invitado, vemos a Lalo Molfino, somos participes de él, vamos casi de la mano, llenos de la emoción que solo puede brindar la música, del mismísimo Azpilcueta, porque eso es lo que consigue un escritor que sabe emplear las palabras, crear hechizos con ellas: meter de lleno a sus lectores en lo que escribe, en lo que consigue crear, apartar al lector de la realidad que en esos momentos vive, de tal manera que el lector se aleja de su experiencia para apropiarse de una ajena que deja de serlo en cuanto se adentra en las páginas del libro, y esa es una de las tantas experiencias lectoras, y nos queda claro, al menos a mí me queda claro, que Vargas Llosa lo consigue, lo ha hecho desde sus primeras novelas, aquellas que nos marcaron como lectores y como escritores, porque les aseguro que no hay escritor que no haya pasado por su escuela, que no le haya aprendido algún truco narrativo, cuando él, el mismo Vargas Llosa de ahora, ya empleaba técnicas y estructuras narrativas en la década de los sesenta que actualmente muchos ingenuos lectores les admiran a jóvenes autores mexicanos o a viejitos autores europeos, no, señoras y señores, Vargas Llosa ya lo hacía junto con su banda de autores en la década caótica y hermosa para la narrativa latinoamericana de los sesenta.

Vargas Llosa sopesa cada palabra en “Le dedico mi silencio”, emplea ritmos particulares para cada escena narrativa, sabe como conducir las riendas de sus tan significativos personajes, ritmos de los que ya se ha apropiado antes Vargas Llosa lo mismo que el autor se apropia de la musicalidad de su propuesta literaria; sabe, Vargas Llosa, y lo demuestra en “Le dedico mi silencio” (subrayen con marcador cuando lleguen al pretexto del título) cuando apretar, cuando soltar, reconoce, porque ya lo ha hecho en novelas anteriores, que trabajar con una biografía, como la que se proponen escribir en la novela, la de Molfino, eje central de toda la estructura narrativa de la novela, no puede, no debe ser perfecta, que eso es para una que otra historia mala del cine, para series peores, para telenovelas; no, lo que se propone Vargas en “Le dedico mi silencio” es una biografía que sea compleja humanamente, misteriosa y oscura, y sin embargo, conforme la raíz que le brinda ese brillo de entusiasmo a la apaciguada vida que parece llevar un generoso Toño Azpilcueta, un hombre tan normal y a la vez tan diferente a los demás (un personaje tan Vargas Llosa), que aprecia y ve el mundo con el prisma y en ocasiones tristeza de sus propios ojos, que tiene una distinta forma de sanar, que tiene una sensibilidad propia de un romántico francés, que él mismo se encarga de aclararnos cuando nos advierte que no, no es un artista, ni pretende serlo, es un alma que vive también para la música, que rinde honores a la tradición e historia musical del Perú, y el mismo Vargas Llosa lo hace en este trabajo narrativo a través de él, reconoce a su país, sus dimensiones históricas musicales criollas y las grandes aportaciones melómanas, eso no hay que pasarlo de vista en ningún momento, porque se trata del último trabajo del autor peruano y lo hace rindiendo honores a su país, a las distintas zonas geográficas y a la grandeza territorial, y recurriendo a una época donde todavía se padecía la oscuridad infeliz de sendero luminoso, por ello es que “Le dedico mi silencio” me parece una muy buena forma de despedirse de Vargas Llosa, bon voyage, maestro, descanse usted en la tranquilidad y la serenidad de lo que seguramente vendrá a continuación: la escritura de sus memorias, tal vez de su autobiografía, aquellos luminosos textos que si el tiempo corre a nuestro favor quizás con algo de suerte alcanzaremos a leer; de lo contrario bien sabremos que las nuevas generaciones llegarán a esos textos y volverán a sus primeras novelas, y se volverán a sorprender como lo hicimos nosotros en nuestra adolescencia, y se volverán a rascar la cabeza y entre ellos se harán preguntas: ¿cómo es que él ya hacía esto que ahora está de moda entre nosotros?    

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