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jueves, 9 mayo, 2024
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José Alfredo Rimbaud Jiménez

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Murió un 23 de noviembre de 1973 maltratado por los excesos y los placeres de esta vida que es tan breve y en ocasiones tan irreal. Cualquier referente de música ranchera yo se lo debo a mi padre, quien siempre amenizaba nuestras salidas domingueras a la carretera de Cuernavaca con casetes de algún cantante de ranchera. 

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Y así llegué a Jorge Negrete y su “¡ay, Jalisco, Jalisco, Jalisco!”, a Miguel Aceves Mejía y su falsete de ensueño, a Pedro Infante, con menor recurrencia en el estéreo de casete, pero sí algo tenía en especial año con año era su versión de las mañanitas, tanto las de estudio como las de en vivo, las otras mañanitas, aquellas donde se escucha a Pedro Infante pedir silencio antes de arrancarse, porque mi padre celebraba todos los cumpleaños con esa misma versión y con el mismo disco que ya tenía como mil puestas, así llegué, luego de tantos y de tantos cantantes de rancheras, sin faltar la inolvidable marimba, pues mi señor padre era de Chiapas, al gran maestro José Alfredo Jiménez y sus canciones que son como dagas untadas con chile verde para clavártelas en la herida justo cuando se encuentra más abierta, cuando llegas desesperado y tocas la puerta, y la abren, y entras, y tienen un sitio para ti: una temporada en el infierno, ese otro infierno tan distinto y menos fresa y apretado que el de Rimbaud y más de voz ronca de tanto cantar a grito pelón y con la garganta seca de las crudas a muerte. 

Todos tenemos una historia con José Alfredo Jiménez, de eso estoy seguro, y también celebro que no haya editores ociosos que se den a la tarea de sacar antologías cuyo tema sean sus canciones, porque jamás se haría justicia: las historias que valen la pena de José Alfredo Jiménez, las más originales, las de estructuras narrativas más complejas, están en el pueblo, en ese viejecito que vende billetes de lotería, en ese oficinista que trabaja de ocho a seis de la tarde, en ese chofer de microbús, en ese compa que se sube a una bicicleta y le pedalea a diario para hacer entregas de pedidos de tortillas, de comida, en ese otro que barre el patio de una unidad, en ese más que lava coches a diario, en ese que se sube a los postes para amarrar las lonas del puesto en el tianguis los sábados y los domingos, ahí están las historias de José Alfredo Rimbaud Jiménez que merecerían una antología de unas 500 páginas con una introducción no de alguno de nuestros tantos culturetas arrogantes que analizan a José Alfredo Jiménez y sus canciones como si fuese un changuito dentro de una jaula en un laboratorio clandestino ucraniano que se ubica en la zona alta de Zacatecas (obvio estoy inventando) y que luego nos salen a decir en sesudos estudios lo que realmente quería decir José Alfredo Rimbaud en sus canciones, como si en viniesen escritas en sanscrito y alguien necesitara descifrarlas para saber que lo que ahí se dice.

Y lo que se dice tiene que ver con el amor, con lo cursi del amor, eso sí, con lo amelcochado del amor, eso sí, con un amor que derrama miel, eso también, pero que también derrama desesperación, angustia, todos los caminos que conducen al templo de la autodestrucción, ahí donde José Alfredo Jiménez pasó las peores y mejores noches de su vida empujándose sus tequilas, poniéndose hasta la madre, estropeándose la vida y dejándola en la obra artística lo mismo que si se tratase de un viejo y medio decadente Rimbaud de Guanajuato, porque la única diferencia entre los dos es la edad, claro, que idiota no soy, y la temática que se desarrolla en sus expresiones poéticas, porque también me queda claro que José Alfredo Jiménez escribe mejor poesía que muchos de los que se llaman “poetas” hoy en día, les digo que idiota no soy, porque no hay mejor expresión artística que aquella que realmente consigue acariciar el alma del pueblo, del lector, del escucha, y José Alfredo Jiménez lo sabía, vaya que lo sabía. 

Más allá de que sus canciones pasen por anécdotas simples y facilonas está el descubrimiento del verso que duele, que da como piedra, que descalabra y que además parece traer consigo un chiclote bien mascado, porque lo escuchas, el verso, y te lo llevas, lo tarareas, lo repites, repentinamente sabes que la estás cantando, la canción, en voz alta, y si a eso le sumas que te dejó tu novia, tragedia total, que se queden los griegos con las suyas, nosotros tenemos las nuestras y el padrino de ellas es nada más y nada menos que José Alfredo Rimbaud Jiménez. Y bienvenidos otra vez al maldito infierno, y no es que se tenga que adorar como a un ídolo, sino que se tiene que dar el peso que su trabajo merece, tanto poética como socialmente, incluirlo en alguna antología de poesía (ahora que publican antologías de poesía a lo bruto), y no esperar a que venga don añejado Joaquín Sabina a rendirle homenaje en sus conciertos, que será mucho Sabina y sus “marketingexcesos”, pero a nosotros se nos ha pasado rendirle culto y honores a un poeta de la talla del gran Rimbaud, a nuestro José Alfredo Jiménez. 

Se puede agregar que si no has tenido una borrachera espantosa con la música y las letras de José Alfredo Jiménez, no has conocido el mismo infierno real del que venimos hablando, el que comparte con Rimbaud, aunque este tenga una habitación más cuidadita, con gato snob incluido; no, el infierno de José Alfredo Rimbaud Jiménez es el tangible, el quítate porque hace calor y me estoy rostizando, y si Rimbaud agandalló a tantos con su temporada en el mismo infierno y cuando salió la publicación hubo muchos suicidios, ¿por qué José Alfredo Jiménez habría de perder la brújula?, la única diferencia es que su infierno, el del maestro, es mexicano y se llega por la vía de los excesos, del delirio alcohólico, de la pena de la mujer que llegó, estuvo y se fue, y justo este verbo último es el que se encarga de construir la desdicha que se adereza con lo que se tenga a la mano para embriagarse, así sea tequila, que al parecer es lo que más aconseja en dosis insalubres el maestro José Alfredo Jiménez. 

Pero también se valen las caguamas, el ron, el whisky (y no hay nada más bello que cantar ‘La que se fue’ con un whisky on the rocks en las manos, se los aseguro), y lo siguiente no es cantar de ninguna manera afinados sino gritar con la misma desesperación con la que lo haría quien ha perdido una batalla, ahí, en ese infierno Welcome, derrotados, en medio del campo, mientras haces el recuento de los daños (y aquí hasta me acordé de la Trevi), mientras todo arde en llamas y tú no haces sino subirle el volumen a esa canción de José Alfredo Jiménez, esa misma que te rompe el corazón, que lo toma y lo hace trizas, porque si algo existe en las canciones de José Alfredo Jiménez con una continuidad que atemoriza es la desesperanza, no hay salida ni solución posible para el camino de perdición que el mismo José Alfredo Jiménez se trazó desde que comenzó su carrera acompañado tan solo de su guitarra, mi padre me contaba que en una ocasión se lo encontró frente al teatro Blanquita en una cantina, que aún era un perfecto desconocido, que se acercó a su mesa y le quiso empeñar la guitarra para comprar unos tragos, para seguir la borrachera que ya traía, y pues obvio mi padre le dijo que no había dinero, que lo poco que traía él también lo pensaba gastar en tragos, y entonces lo vio salir de la cantina con todo y guitarra porque nadie se la quiso aceptar, una guitarra del mismísimo José Alfredo Jiménez, ¿se imaginan lo que costaría ahora?, vaya historia, así que rindan honores  a nuestro ebrio ranchero mayor, al dueño del infierno y vayan a una cantina y pidan un trago y una muy buena de él, y canten, canten, que yo desde acá haré lo mismo, y en una de esas, quién sabe, igual y hasta vuelvo a escuchar a José Alfredo Jiménez junto con mi papá, nos vemos la siguiente semana y ahí me cuentan cómo les fue: [email protected]   

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