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domingo, 19 mayo, 2024
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La «democracia» de Rousseau, tan actual

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Por: Mauro González Luna •

Consternado por lo que se menciona al final de este artículo, diré algunas cosas sobre el contradictorio y ambiguo Juan Jacobo Rousseau, para muchos el padre del mundo moderno. Esbozo primero la antinomia entre el ginebrino y sus actos, y después hilvano algunas líneas sobre su pensamiento político, de insólita actualidad.

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No hay en él concordancia entre el afecto teórico por la virtud, y la conducta concreta, es decir, entre la especulación y la práctica, entre el saber y el obrar. No hay ni siquiera el intento combativo de acercar la conducta al nivel de la convicción.

Esa antinomia entre el pensamiento de Juan Jacobo y sus actos, explica la vileza y «veleidad moral» de muchos de los actos del ginebrino, como bien señala J. Maritain. Entre las vilezas de Juan Jacobo, está el abandono de sus hijos pequeños. Vive un simulacro de santidad embriagadora, irresponsable, delirante, narcisista, irredenta moralmente no obstante el genio de su arte.

Exige virtud de los demás, pero no de sí mismo; es esclavo de sus pasiones, pero se justifica porque se siente bueno por naturaleza, a la luz de una religiosidad trastornada que penetró después en el mundo moderno. Y a la postre, la locura le abre la puerta.

Su «bondad natural» intacta, libre de pecado original, desligada de la razón y de la gracia que viene de arriba, le permitió escribir en una de sus cartas a M de Malesherbes: “Con todo estoy persuadido de que entre todos los hombres que he conocido en mi vida, ninguno fue mejor que yo”.

Se endiosa y dice Juan Jacobo: “Todo ha terminado para mí sobre la tierra. Nadie puede hacerme ni bien ni mal, y aquí estoy tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal infortunado, pero impasible como Dios mismo”.

No en balde Maurras lo describió así: un “yo de calidad sórdida, constituido en justo juez del universo”, “sensibilidad indignada y quejumbrosa erigida a manera de ley de última instancia”. Rousseau murió, pero dejó una larga descendencia: todos los que trasponen la vida auténtica y arriban a «la religiosa delectación de sí mismos». Dicha delectación de la supuesta perfección de sí mismo no se sacia nunca, y conduce por ello, al reinado del deseo desbordado, a la ansiedad crónica que enajena.

Seduce Juan Jacobo a la modernidad diciéndole al hombre que es perfecto por naturaleza, que es libre de manera absoluta, que la cultura y las instituciones enlodan tal naturaleza angelical, que el reflexionar es contra natura, que la persona que medita es un «animal depravado».

Para él, la sociedad y el derecho son cosas artificiales ya que el individuo en soledad es obra de la naturaleza; no tienen su origen en la esencia racional y libre del ser humano, y en consecuencia trágica, todos los derechos provienen del acuerdo de voluntades. Y así, por acuerdo también, se les puede eliminar olímpicamente como la historia lo prueba.

En su «Contrato Social» establece el principio político rector: «Estas cláusulas -del Contrato-, bien entendidas, se reducen a una sola, a saber: la alineación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la comunidad». Y para que no quede duda de su pensamiento, afirma Juan Jacobo: «Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto». Poder absoluto en manos del sujeto que ejerce el poder en la práctica política, amparado no en la razón, sino en el número, conforme a la tesis de Juan Jacobo, el aclamado «demócrata». ¡Postula él la dictadura del número encabezada por uno y sus acólitos!

¡A dónde fue a parar la libertad absoluta del individuo preconizada primero, y luego sacrificada impunemente en aras de estatismo! Estatismo que se resume en esta frase del Contrato Social, muy mencionado y poco leído: «Y cuando el soberano le dice -al ciudadano-, es conveniente que tú mueras, debe morir…». ¡Cuánta «democracia» encerrada en tal frase!

Otra lindura del «demócrata» ginebrino que pinta de cuerpo entero su pensamiento: nos dice que es preciso para el político instituidor de un pueblo: «que despoje al hombre de sus fuerzas propias…… Si el ciudadano no es nada ni puede nada sin el concurso de todos los demás…, puede decirse que la legislación adquiere el más alto grado de perfección». Por eso ha sido tan elogiado Rousseau, durante siglos, por políticos del mundo.

Juan Jacobo confiesa en su Contrato Social: «Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente». Entonces, como los pueblos no están integrados por dioses, gobiérnense autoritariamente, obligando al ciudadano domesticado a ser «libre». Magnífica receta política para autócratas, y terrible para sus víctimas.

Termino. Por un lado, Rousseau corrompe el cristianismo con oropeles virtuosos carentes de savia, haciendo a un lado a ¡Cristo mismo!, como bien dice J. Maritain; y por el otro, desnaturaliza y arruina la democracia genuina, la que está al servicio de la amistad cívica, de la solidaridad y la subsidiaridad sociales, es decir, del Bien Común de raíz evangélica. Su pensamiento explica, en parte importante, el desorden del mundo moderno y el estruendo de sus estertores contemporáneos. “En el paraíso de Juan Jacobo, escribe un filósofo cuerdo, hasta Dios desaparecerá discretamente para dar lugar a Juan Jacobo».

Será lúcido desterrar tal clase de paraísos inmanentes, en todos los campos de la vida, personal y colectiva, si se quiere devolver a la democracia su sentido verdaderamente liberador.

Con profundo respeto externo mi sentido pésame a la familia del niño de tres años, Kaleb Ortiz Saucedo, asesinado en Fresnillo el jueves 19 de mayo, dentro del Templo de Nuestra Señora de Guadalupe. Descanse en paz al amparo del Altísimo y de María. El México noble se viste de luto e indignación que claman al Cielo por ese crimen y tantos más; el otro México, vegeta y ríe indiferente, muy ocupado en farándula política de ambiciosos precandidatos.

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