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viernes, 3 mayo, 2024
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El miedo a equivocarse

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Ante los ataques terroristas que azotaron a París el pasado viernes 13 de noviembre, una ola de indignación cruzó el mundo, y México no fue la excepción. El apoyo se manifestó en fotos de perfil con la bandera francesa, mensajes de apoyo y llamados a rezar.

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En contra parte, otras personas llamaban a las mismas acciones pero no por Francia, sino por Siria, Líbano y Palestina, países que sufren diariamente bombardeos, ataques terroristas, asesinatos indiscriminados, y un clima de violencia permanente que tiene por respuesta la indiferencia de la mayoría del planeta.

Dicho sea de paso, esta última posición obedece a la simpatía con la postura de analistas geopolíticos y entendidos en la materia que encuentran conexión entre los ataques, y la actuación colonial de Francia en su pasado, o la complicidad presente con organismos internacionales que bombardean y atacan las regiones orientales por defender sus intereses económicos sin importarles las vidas humanas que eso cueste.

Otros más, reclamaban que la atención y solidaridad que se mostraba con Francia, fuera enfocada a tragedias y problemas nacionales, como la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, la masacre no resuelta de Tlatlaya, (por no citar ya las anteriores), a la libertad de luchadores sociales como Néstora Salgado y el doctor Mireles, y, desafortunadamente, cientos de casos más.

¿Cuál causa era más justa? ¿Por cuál valía la pena rezar? ¿Por qué poner la bandera francesa en la foto de perfil, y no la mexicana? Se convirtieron en los temas de discusión en redes sociales, para ver quién era “más bueno” y solidario con la causa que valiera la pena.

El estéril debate que reseñamos, deja cuenta de una actitud que se ve constantemente en circunstancias como estas. La solidaridad con lo lejano, y la indiferencia con lo cercano.

Pasa en las esferas más íntimas, gente que recolecta ropa y cobijas para llevar a las comunidades alejadas en épocas de frío, y regatean los salarios y prestaciones de sus empleados; grupos de jóvenes que solicitan pañales para adultos, leche y otros víveres para llevar a asilos de ancianos, pero son incapaces de dar su tiempo para cuidar a su abuelo enfermo.

También sucede en lo público, a los gobernantes les encanta aparecer unos minutos en teletón con un cheque gigante (en tamaño, y a veces en cantidad), para hacer una donación a los niños beneficiarios de esos centros, pero dificultan que instituciones que se dedican a acciones similares reciban recursos.

Prefieren también la caridad sobre la justicia. Los vemos correr en la carrera que organiza la Asociación Mexicana de Ayuda a Niños con Cáncer (AMANC), y esmerarse por ser patrocinadores generosos, pero regatean presupuesto a hospitales, se niegan a investigar el daño ambiental de empresas cuyos desechos enferma a la población, y condicionan gestiones a cambio del voto.

Entre los políticos, sabemos bien que eso obedece a un deseo de prolongar la pobreza y la injusticia porque de ella viven. Mientras permanezca la injusticia social, podrán lucirse con la caridad. Pero entre los ciudadanos de a pie, ¿qué explica esta hipócrita conducta de solidarizarse con los lejanos y despreciar a los cercanos?

Sucede también en las protestas, aquí hay enojo e insultos por las calles cerradas por una manifestación, pero se aplauden acciones de resistencia como las de Ferguson, aun cuando incluyen quema de autos, apedreos a cristales, y enfrentamientos cuerpo a cuerpo con la policía.

Sucede hasta con los liderazgos, la misma frase, la misma postura suele aplaudirse en el extranjero y verse con desconfianza con el local.

La única razón que encuentro en ello es el miedo a equivocarse. Pues la lejanía nos permite poner atención, a nosotros y a quienes nos rodean, sólo en ciertas partes de la historia, de tal suerte que es más fácil ver el problema maniqueamente, en términos de blanco o negro, y de buenos y malos.

La cercanía en cambio permite ver los claroscuros, notar los defectos, ver la podredumbre humana que en ocasiones coadyuvó a que la persona en desgracia cayera en tal situación, o bien, encontrarle virtudes a quienes creemos el peor de los villanos.

El temor a equivocarnos de causa, de lado, inmoviliza. Nadie quiere apoyar un liderazgo hoy, que mañana cometa un error garrafal, o un acto de corrupción. Si eso pasa con el lejano, no importa, el tema estará olvidado, con el cercano no, seremos acusados siempre por haber errado.

Tampoco queremos ser parte de una lucha que luego tuerza su camino, que se descubra movida por intereses inconfesables, o que sus métodos de acción la lleven al fracaso. Eso no es un riesgo con las luchas lejanas, porque siempre podremos decir que hasta acá no sabíamos de esos matices.

Pero la perfección no existe, y esperarla es más inútil que combatir los “negritos” en la causa de nuestra adhesión. Nada puede asegurar que no nos equivocaremos, pero mantenerse inmóvil buscando ser limpio e impoluto, para no errar, es igual que errar en todo.  Siempre valdrá la pena correr el riesgo.■

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