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jueves, 25 abril, 2024
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Divina escritura

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

En los albores primigenios de la escritura, su único e irrevocable motivo de su invención fungió en torno a la conservación física de las palabras. En esa herencia de pictografía arcaica se ha suscitado un origen de carácter mítico, donde este ingenio de las civilizaciones ha sido un regalo de los dioses. Desde la antigua cultura que se desarrolló en las tierras que perviven entre el Tigris y el Éufrates —en Babilonia, Nabú, hijo de Marduk y Zarpanitum, en su función de dios de la escritura y la sabiduría, tiene en sus manos el destino de los hombres porque él es el responsable de escribir las circunstancias favorables o adversas de éstos en la tablilla de los registros sagrados— hasta los confines musulmanes —donde el libro sagrado del islam tiene como única emanación la palabra de Dios manifestada a Mahoma—, la incisión que toda escritura infringe sobre el material empleado —piedra, barro, papiro, pergamino— urge la pronta ejecución de mantener, sin ápice de ser alterados, los preceptos que se le ha conferido a todo pueblo elegido. Sobre Egipto es recurrente la cita del Fedro de Platón, cuando Theut presenta su invento al faraón Thamus.

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El mensaje del dios Theut al faraón Thamus lleva implícita la doble naturaleza de las palabras: mientras que los escritos tienen la posibilidad de mantenerse incólumes ante la vastedad del tiempo, el habla está al margen de la perpetuidad sin principio, desconociendo la fijación que la tipografía suele darle al conocimiento humano, hundiéndose en el olvidado conforme las condiciones cambian. Para fines más mundanos, la palabra humana se guardó bajo la materialidad de aquella escritura cuneiforme, cuyos fines prácticos se remontaban al registro comercial, civil y legal. El soporte de esta información eran las formas cuadradas de las tablillas de barro, de aproximadamente siete y medio centímetros de ancho, encontradas en los parajes de Mesopotamia. Aquellos primeros libros consistían en unas cuantas tablillas que eran ordenadas y protegidas en bolsas de piel o cajas de cedro. También en los monumentos funerarios neohititas es posible observar, grabados sobre la piedra, objetos con apariencia de códices. El Código de Leyes del imperio asirio, de una dimensión que sobrepasa los seis metros cuadrados, descubierto en Assur, data del siglo 12 antes de Cristo. Los antiguos sumerios escribieron La epoya de Gilgamesh, cuyos fragmentos que la conforman se hayan diseminados en el mundo antiguo. Uno de éstos se guardaba en la biblioteca del rey asirio Assurbanipal (669–627 antes de Cristo) en Nínive. Esta epopeya, que advierte sobre las grandes leyendas de los mitos griegos, y en particular las proezas de Hércules, incluye una asombrosa reminiscencia del diluvio, que preludia ya el fenómeno natural narrado en la Biblia.

Mas la escritura, en su milenaria evolución, no se ha limitado a las deidades y la administración de la sociedad. Su mejor argumento a favor de la inteligencia humana radica en la dilatación del efecto mnemotécnico en virtud de la belleza, es decir, la poesía. Pese a los grandes avances de la teoría literaria en el siglo 20, tal parece que no existe un consenso que unifique la naturaleza y el fin último de la obra literaria. Desde la Poética de Aristóteles (entendido como el primer gran tratado que intentó develar el misterio de la literatura), las preguntas permutan levemente tan sólo en una variable constante: ¿hasta dónde el discurso poético deja de ser un lenguaje intimista y se transforma en algo universal? ¿La poesía le confiere un rasgo de eternidad a las experiencias triviales del hombre? ¿Cuáles son las libertades y las fronteras del artífice? ¿Acaso el poeta es un portavoz de un mensaje que simplemente le ha sido conferido para que lo divulga entre sus coetáneos? ¿Lo poético es un rasgo de inspiración o es un producto trabajado como una técnica aprendida? Es innegable que persiste una idea moderna del lenguaje: su dimensión humana carente de cualquier extrapolación con Dios. El poeta contemporáneo no es una manzana de sabiduría nacida del árbol de la inspiración; es un ser que saca todo el provecho de su encuentro a solas con las palabras; su ocupación habitual reside en el descubrimiento de nuevas significaciones que den como resultado inauditas situaciones comunicativas.

En el universo lingüístico todo es comunicación. Empero, quien ejerce el trabajo como poeta tiene la convicción de sentir, más que nadie, su pertenencia a la escritura. De manera consciente, experimentando a través de todos sus sentidos, se ve inmerso en un continente que le es suyo totalmente. Por esta razón, el poeta tiene la convicción de posesionarse de las palabras como nadie, de hacerlas suyas a través de un método personal que se volverá irrepetible y, de esta manera, encontrará nuevos jardines con senderos de significados jamás explorados, de acoplamientos gramaticales inéditos, de ritmos nunca antes ensayados. Entre la expresión de una ideolengua personal y la comunicación convencional, el poeta pervive gracias a una tensa relación que lo hace mantenerse en un equilibrio constante entre ambos mundos, conjeturando una premisa tan antigua como la escritura: tan insustituible es la poesía como la vida misma, sirviéndose el artífice de ésta para poder crear aquélla. ■

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