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domingo, 19 mayo, 2024
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Alas rojas

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Por: MILO MONTIEL ROMO •

Me encantaría contarte. Ayer, como todos los días, salió de casa, bajó los 46 escalones que separan al tercer piso de la planta baja, cruzó el largo pasillo que no tiene un foco que funciona, pero al final, como el dicho, está la luz de la calle. Nada cambió desde el día anterior, la calle, los autos, la gente que camina como si de verdad tuviera un destino, las tiendas. Todo estaba ahí, el mundo era igual al día anterior y al anterior y al día de antes. El sol caía a través de un cielo nublado y él caminaba sintiendo que algo faltaba. No supo que era. Era algo que se sentía en el fondo de algún sueño olvidado, pero era un hecho que no afectó su camino, ni la búsqueda de una moneda para pagar el camión, que no entorpeció el lento caminar lateral para llegar lo más cerca de la puerta trasera del vehículo y pedir la parada unos veinte minutos después. Todo estaba ahí, el sol, las calles, el sonido de los zapatos apresurados contra la acera. No importaba. Quizá sólo algo de vacío que se le escurrió por entre los oídos y se escapó. Llegó como todos los días y lo recibió el eterno radio de la oficina, el checador, los sándwiches furtivos, los pasillos, la normalidad. Caminó y se encontró con su máquina de escribir, cubierta como siempre con su paño rojo de franela. Se sentó de frente a la IBM y se le quedó viéndola como si fuera un animalito muerto con algunas hormigas saliendo de los ojos, sin embargo, se armó de valor y tras unos segundos se animó a retirar la rojiza tela. La máquina verde estaba ahí, como siempre. El acero frio y las teclas de plástico esperaban que él echara a andar el motor. En el rodillo colocó una hoja y la hizo girar con las manivelas de los extremos hasta que estuvo en posición para empezar a escribir. Volteó al escritorio a la derecha y ahí estaban, como siempre, las hojas llenas de palabras que no le pertenecían y que sólo repetía sin que significarán nada. Sus dedos volaban por el teclado sin que ninguna de las palabras transcritas dijese nada en su mente. Cientos de hojas. Libros enteros y su mente vagaba sintiendo el viento de las alturas, oyendo el ruido de los carros vistos desde arriba. Horas, días, renglones, párrafos. Todo corría a una velocidad pastosa para ir, al ritmo del golpeteo rítmico de la esfera que imprimía los caracteres contra el papel, construyendo un salario sin errores ortográficos y con la sintaxis correcta. Un café tras otro en un salón con otros 15 mecanógrafos respirando el humo de los cigarros que otros fumaban, algunos comentarios mientras se cambiaban las cintas de las IBM, mientras se iba por papel al almacén, mientras las pepsis salían del refrigerador. Siempre para las 5 de la tarde el dolor era insoportable, especialmente ayer y siempre, apenas podía salir, se despedía rápidamente y salía. Cada día, al ver la luz de una tarde que se negaba a morir, su alma daba un respiro y empezaba a caminar con la alegría contenida y esperaba. El camino de regreso era igual, tomaba el camión y recorría los veinte minutos hasta el edificio donde estaba su pequeño departamento del tercer piso. Atravesó largo pasillo de todos los días y subió los 46 escalones paso a paso. Como cada día llegó, abrió la puerta y lanzó su mochila al sillón que estaba en la pared junto a la puerta, ni siquiera encendió la luz. Cerró la puerta y subió un poco más, hasta la azotea. Una vez arriba, después de evitar tuberías que se arrastraban a ras del suelo y caminar entre tendederos y tinacos, llegó hasta la cornisa del frente. Solo, en el borde del edificio, no parecía ser tan grande, su enorme cuerpo, visto desde la calle, desde abajo perdía esa imagen imponente que se veía cuando camina entre la multitud. Era raro que alguien en la Ciudad de México pudiera rebasar uno de sus codos. Era una especie de gigante que siempre era el centro de las miradas, no por su altura, sino por la enorme espalda que como una roca rompía la proporción del resto del cuerpo. Pero él, con esa calma desesperante con que se movía, se quedaba cada día quiero al borde del abismo. Con parsimonia, se desabotonaba la enorme camisa extraña, hecha de muchas telas y cuando sus alas se sentían libres el dolor desaparecía. Estiraba sus brazos, estiraba las alas y hacía para atrás la cabeza hasta que cada vértebra tronaba. Cada pluma rojiza se expandía y el dolor desaparecía. Movía enérgicamente las alas y el aire provocado por las vigorosas alas dormidas hasta ese momento, elevaban unos cuantos centímetros el enorme cuerpo, mientras la cara con los ojos cerrados apuntaba al cielo que empezaba a oscurecer. Sólo disfrutaba ese raquítico vuelo y regresaba al piso de la azotea donde nadie lo veía nunca. Recogió su camisa, acomodó las alas en la espalda y las cubrió para regresar en silencio a su pequeño departamento. Hoy, igual que ayer, salió de su casa, bajó, fue, paso a paso a trabajar. Buscó en su pantalón con sus enormes manos la pequeña moneda con que pagó el camión. Encontró su máquina donde la dejó ayer y mecanografió eficientemente el libro que nunca comprará cuando se imprima. El día fue como siempre, fumó y respiró el humo de sus compañeros. Las pláticas de pasillo fluyeron igual que un sueño que se olvida antes de despertar. Risas, bostezos, palabras, párrafos, cuartillas, pepsis y los cientos de hojas golpeadas una y otra vez para imprimir las letras que no le pertenecían a nadie de los que comandaban las máquinas que escupían página. El día terminó y el gigante se arrastró con parsimonia por las calles que conocía de sobra. Nada cambió, sin embargo, hoy sonreía, pero nadie lo vio sonreír porque nadie voltea para arriba, nadie lo ve nunca a la cara. Por ello, a falta de observadores, era un ser sin rostro. Pero aun así sonreía. Esta vez no se dirigió a su casa, no subió los 46 escalones, ni fue a la azotea, no sacó sus alas rojas y aleteó vigorosamente unos segundos. Hoy se siguió de largo y caminó hasta que la tarde cayó y la noche llegó. Se metió en un terreno que aún tenía los restos amontonados de un edificio que cayó en el temblor de hace unos meses. Las ratas que estaban acostumbradas a deambular entre los escombros alejadas de la mirada inquisidora de los humanos, sólo lo vieron cruzar con recelo. Aquel gigante, subía y bajaba por entre piedras de cemento, varillas, charcos añejados por las lluvias del invierno. Una vez parado en un lugar más o menos plano se quitó la camisa, la dejó doblada en el suelo y estiró las alas de plumaje rojo y sin pensarlo demasiado aleteó y levantó el vuelo. Nunca se había despegado tanto del piso. Dos, tres metros hacia arriba y ahora no tenía claro que debía hacer o a dónde ir. Sólo iba hacia arriba. Las alas hacían un poderoso ruido que parecía que nadie advertía. Eran unas alas grandes, poderosas, sin la belleza de las alas de los pájaros, con la torpeza de quien está aprendiendo a caminar, pero lo alejaban del suelo. Volaba en soledad y de la misma forma calló. Desde una ventana de un taller de reparación de máquinas de escribir, un muchacho que usaba un rifle para matar ratas desde un edificio cercano le disparó al gigante, el cual calló dando un fuerte golpe sobre una piedra desigual. Murió sin hacer ruido, en silencio, solo, sin saber de dónde vino la muerte y con la felicidad de haber volado una vez, libre y con la ilusión de huir, por primera vez, hacia un mundo al que tuvo miedo toda su vida.

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