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sábado, 27 abril, 2024
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Embriaguez de libertad

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Poca duda cabe: el ser humano, más allá de las limitaciones que impone la procuración de la satisfacción de necesidades básicas, es cada vez más libre de hacer lo que le plazca. La ampliación de las libertades del ser humano, el reconocimiento a la diversidad que entraña la experiencia humana y su protección legal y factual son logros que merecen ser señalados, destacados y aplaudidos sin menoscabo, sin dar pausa en la lucha cotidiana por su expansión (porque hay que decirlo también: aún existen déficits importantes en la materia) y sin bajar los brazos o dar cuartel a aquellos que en el nombre de intereses inconfesables buscan dar marcha atrás a esos avances civilizatorios: visto está que los avances siempre generan rabiosas expresiones de descontento de los estamentos más conservadores y reaccionarios.

No hace tanto, no olvidemos, ciertos colectivos estaban impedidos legalmente de realizar cosas o participar en asuntos que hoy nos parecen elementales: las mujeres no podían participar políticamente, otros eran rechazados o se les escatimaban derechos fundamentales por virtud de raza, religión o creencia y hasta preferencia sexual. La gente no podía reunirse so pena de ser perseguidos; decir esto o aquello, en público y hasta en privado, podía resultar en una persecución sistemática de los poderes formales e informales. Así, además de esas restricciones contenidas en los aparatos legales, el estigma social aparejado a esa desfavorable situación resultaba en una libertad negativa (en el sentido usado por Isaiah Berlin) sumamente limitada, es decir, las restricciones externas al individuo acotaban su libertad, en términos gruesos, de forma importante. De ahí que ese avance resulte tan encomiable. Pero como toda buena acción jamás exenta de efectos perniciosos, la embriaguez de libertad, el impulso cuasi adolescente que deviene en su abuso es muy evidente y en ningún campo pareciese más palpable que en el tema de la libertad de expresión.

Cada vez es más común encontrar, entre el griterío prevaleciente sea en la arena pública o el debate privado, las alocuciones más descabelladas y groseras, personas queriéndose hacer escuchar e imponer sus ideas por encima de los otros; vayan como ejemplo medios de comunicación, la Internet, la política y hasta -uno supondría- la prudente y ascética academia, bajo el supuesto de que libertad de expresión mediante, todas las opiniones son valiosas, lo cual además de ser falso, es un reverendo disparate. En esta inversión de valores se da un perverso trastrocamiento de antecedentes y consecuentes, dado que lo valioso es tener la posibilidad de emitir la opinión, mas no la opinión en sí, pues en estas las hay buenas y malas, censurables, modestas, criticables, valiosas, matizables, etcétera. Se pasó entonces a concebir la libertad de expresión de forma acrítica -y quizá muy literal- como una suerte de libertad absoluta, entelequia donde las haya: las libertades son siempre libertades relativas y acotadas.

Como consecuencia de todo lo anterior, existen dos resultados: 1) si la libertad de expresión es una realidad más o menos vigente, como principio ético se debe admitir que todas las expresiones caben, incluso aquellas que como decía John Stuart Mill (quizá el primer y más brillante defensor de las libertades humanas), nos resulten inadmisibles por inmorales que sean; y 2) como consecuencia del anterior, surgen pulsiones naturales de visos tiránicos de acotar qué se dice, cómo se dice y hasta en dónde se dice, es decir, la regresión a épocas siniestras de imposición de ideas, la censura de las ajenas, y, en general, un proyecto de homogeneización cultural de ideas y pensamientos políticamente correctos bajo la égida paternalista que determina e impone lo ‘bueno’ y lo ‘valioso’.

Así, con todo, siempre será preferible que se dé rienda suelta a la francachela libertaria de la expresión de personajes tan oscuros y que aportan tan poco al debate de las ideas como los Trumps, Palins, el Tea Party o el Verde Ecologista y un buen número de miembros de nuestra clase política o las ramplonas opiniones vertidas en Internet amparadas bajo el manto del anonimato y la impunidad. Es decir, asumir los costos de la admisión de la estupidez en la discusión pública, al tiempo que se alienta el debate público y que sea éste la criba natural de las opiniones ignominiosas e indolentes. Que sean los contrapesos de la opinión social (en palabras del referido Mill, tan poderosos o más que el control coercitivo del Estado) los que desechen aquello que los predicadores de la estulticia elevan a dogmas de fe. Que se imponga el derecho, no las opiniones, como apuntó Voltaire en su momento. ■

 

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