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domingo, 19 mayo, 2024
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La configuración de un imposible presente

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES • admin-zenda • Admin •

En el apartado 2 del capítulo octavo de “Las palabras y las cosas”, Michel Foucault nos narra una historia cuyo personaje es David Ricardo. Va como sigue: a mediados del siglo XIX Ricardo desafió, con sus análisis del precio del trigo en Inglaterra, la estructura del saber del siglo previo. La tierra, origen de toda riqueza para Quesnay, Cantillon y su época, con Ricardo perderá su eminencia porque, al analizarlo detenidamente, la tierra es “avara” y ofrece sus frutos únicamente si se le invierte una considerable cantidad de trabajo. El trabajo es la clave de la economía, pero situándolo en el centro de la reflexión se desnuda la situación esencial de escasez que plaga a la humanidad desde sus orígenes. Citemos a Foucault (op. cit. p. 252): “El homo oeconomicus no es aquel que se representa sus propias necesidades y los objetos capaces de satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su vida tratando de escapar a la inminencia de la muerte”. Es en la configuración del saber del siglo XIX que aparece la “finitud” humana en medio de la teoría económica, en contraposición a esa finitud que se deduce de los textos de los filósofos ilustrados. De acuerdo a Foucault esa finitud lleva la configuración estática del análisis de las riquezas del siglo XVIII al plexo de la historia, le imprime una dinámica que posibilita dos diferentes destinos. Uno de ellos, el avizorado por David Ricardo y T. H. Malthus, consiste en el incremento de la dificultad de obtener rendimientos de la tierra, y la consiguiente imposibilidad de acrecentar los números poblacionales, lo que llevaría a la sociedad humana a su estabilización final en una historia estancada: contra las creencias del presente y las promesas de todos los partidos, el crecimiento económico sostenido es transitorio, porque rápido llega a su punto de saturación. El otro, según Foucault, es el de Marx, que parte de interpretar las crecientes presiones poblacionales como el acicate que necesitan las masas para producir más y más, para extraer de la tierra los medios de su subsistencia y, de paso, los de su liberación. Como se puede apreciar, en la narrativa de Foucault  es Marx el que está más cerca de la actualidad a pesar de ser, junto con Ricardo, un pasado periclitado. No hubo ni revolución ni estancamiento de la historia, lo que tenemos es, por un lado, un conjunto de sectas “pseudo económicas” (partidos de izquierda) que medran con escombros ideológicos y, por otro, una “ciencia” económica que produce abundantes modelos matemáticos que no lograr predecir nada. El mundo en el que vivimos, tal cual se ve desde el saber más o menos aceptado, más o menos vuelto hábito, no es ya algo predecible. La economía, la sociedad, la naturaleza se han vuelto cosas opacas; carecemos de la brillante capacidad de pergeñar el futuro de los siglos previos; aunque abunden los estudios prospectivos que visualizan 10,000 años en el futuro. En cambio, sabemos cómo producir enormes cantidades de alimentos a partir de la fertilización del suelo con nitrógeno extraído de la atmosfera, y estamos seguros que casi cualquier acción humana genera consecuencias no deseadas, por lo que el control y planificación de la sociedad es otra promesa del pasado que no se cumplirá; lo que no es óbice para que abunden las promesas de control y estabilización. Nuestra sociedad global, en la que todos aspiran a su localismo, está lejos de la escasez, como lo demuestran los crecientes números de la población humana. Ninguna sociedad del pasado tuvo los medios para la producción y sostenimiento de 7400 millones de seres humanos; una cifra así hubiera sido imposible en los sistemas agrarios simples. Sin embargo nos las hemos arreglado para que esa cifra se componga, en gran parte, de pobres, hambrientos, enfermos, miserables, mientras que una minúscula cantidad de seres humanos poseen la mayor parte de la riqueza y el poder producidos socialmente. Creemos, en una creencia tan del siglo XVIII, que podemos cambiar esa situación desde la organización de la sociedad, desde la política, desde el parlamento, como si no pudiéramos darnos cuenta que esos instrumentos han demostrado su incapacidad para redistribuir justamente la riqueza, siendo, por el contrario, medios de concentración como lo demuestran las acciones de tantos gobernadores, legisladores y jueces; ¿o no el gobernador de Zacatecas apoya sin cortapisas la industria minera? Seguramente por esa incapacidad de predecir y de controlar abundan los pesimismos que postulan el presente como único territorio habitable, para a continuación declarar a la “tecnociencia” culpable de todo. Son nostálgicos incorregibles e inanes: para sentirnos mal por no poder controlar y predecir debimos, primero, haber tenido esperanzas en los grandes proyectos. Y para que esas esperanzas crecieran en nosotros debimos haber sido hombres del XIX o del XVIII. Pesimistas anacrónicos que ejercen la estrategia del avestruz. El último gesto del siglo XIX lo dio Nietzsche cuando identificó el estancamiento de la historia con la muerte de Dios, al pasar del hombre finito al súper hombre y al decidir que la marcha de la historia se repite eternamente. ¿Imaginan sus muchos lectores que ese gesto fue posible gracias al análisis del precio del trigo?■

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