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sábado, 27 abril, 2024
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El mayor culpable de la pandemia de la Covid-19

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

Ya es un lugar común señalar que la naturaleza no es la culpable de muchas de las catástrofes que golpean frecuentemente a las poblaciones humanas, como las producidas por los terremotos o huracanes, sino las malas decisiones de muy diversas autoridades. Lo mismo se puede decir de la pandemia producida por el coronavirus. Las epidemias son hijas de la humanidad. Hemos avanzado sobre la frontera del riesgo pues, del mismo modo que elegimos construir nuestras ciudades encima de fallas geológicas o cauces de rios, se debilitó el sistema de salud y de formación de personal, se privatizó la distribución de medicamentos, se propiciaron las epidemias de enfermedades crónicas, se profundizaron las desigualdades sociales y regionales, y, sobre todo, se dañaron los ecosistemas sin pensar demasiado en las consecuencias de nuestra irresponsabilidad.

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Los brotes de las epidemias más letales de las últimas dos décadas no surgieron en las naciones desarrolladas porque ellas ya hicieron el trabajo sucio contaminante y de deforestación hace muchas décadas con las primeras revoluciones industriales. Ahora, mejor preparadas y predispuestas para un mundo más razonable, pueden señalar a los demás por sus descuidos ambientalistas. Pero la repartición de responsabilidades requiere que antes asuman las propias. El mundo más rico poco hace por reconocer su propio rol en el deterioro del único planeta que tenemos. En plena pandemia global, sus naciones cierran sus fronteras unas a otras y no parecen muy dispuestas a ayudar a quienes la pasan peor. Atacar una pandemia global sin una ética y estrategia comunes es miope: si el virus no conoce fronteras, tampoco sus soluciones.

Las naciones más prósperas deben empezar a reconocer que el modelo de producción —la explotación extensiva e intensiva de tierras— es herencia suya y es necesario resarcir esa deuda planetaria con mayor generosidad hacia sus ciudadanos y a los países menos aventajados. Para ello se debe extender al mundo el Estado de bienestar lo que requiere un compromiso mundial: reconstruir los sistemas públicos de salud, los servicios sanitarios y dotar de más recursos a laboratorios y centros de investigación. Más solidaridad y gastar lo que haga falta de manera conjunta para poner en práctica sistemas de alerta temprana internacional que permitan predecir brotes. No será fácil, pero será peor si no se intenta.

También debemos hacer ciudades más vivibles y eficientes. De las 10 ciudades más pobladas del planeta, solo una, Tokyo, está en un país desarrollado. Y no queda ahí: también la densidad poblacional aumenta en todo el mundo a medida que crece la tendencia a la desruralización y se aglomeran más personas en chabolas o ciudades perdidas para acercarse a la mayor riqueza urbana. Ahí han proliferado los contagios. Pero para poder mejorar lo que habitamos deberemos cambiar. El mundo que tenemos delante demandará preguntarnos sobre los compromisos cívicos, y una ética humanista y global. Si hay una lección de esta pandemia es que estamos obligados a cambiar muy rápido, pues mientras la humanidad avanza en territorios sin explotar, nos aguarda el siguiente virus inédito, amoral y abrupto. En las últimas décadas el consumismo propiciado por el sistema económico neoliberal ha generado un obsceno abuso de los recursos provocando contaminación, deforestación y vidas precarizadas. Ahí está el mayor culpable de esta pandemia.

Diversos grupos de científicos calculan que el 75% de la superficie terrestre se ha visto ya alterada por la actividad humana. El ritmo de deforestación planetaria por ejemplo fue de 26 millones de hectáreas en 2018. Esa purga de nuestros bosques reduce los ecosistemas de los animales salvajes que se acercan a las zonas pobladas, multiplicando las interacciones entre humanos y especies salvajes y los contagios correspondientes. Diversas investigaciones explican que cuando se destruye un ecosistema se rompen los equilibrios que actúan para contener los agentes infecciosos responsables de enfermedades. Toda esa alteración ha derivado en la devastación de la biodiversidad. El comercio ilegal de especies salvajes promueve el paso de los virus hacia los núcleos poblacionales. En el caso del comercio ilegal, las barreras y controles sanitarios son mínimos, dificultando la detección de potenciales víricos y dejando así vía libre a los contagios entre especies. En diversos casos, el hacinamiento de las especies salvajes durante el transporte o almacenamiento incrementa los contagios entre estas, aumentando las posibilidades de que el patógeno llegue a los humanos.

El mensaje es claro e ineludible: Un ecosistema sano supone una barrera natural de control de patógenos y su destrucción nos expone a peligros inciertos. Para reducir estos efectos es necesaria la participación social activa, una gestión adecuada de la tierra y los cultivos, disminuir la deforestación y poner en el centro el cuidado y respeto de las especies, erradicando el comercio ilegal y la destrucción de los ecosistemas. En un sistema donde se privilegia el desarrollo económico y se descuidan los seres vivos y los ecosistemas, las vidas quedan relegadas a un segundo plano, tanto las vegetales, como las animales y humanas. Son necesarios y urgentes cambios para poner la vida en el centro. ■

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