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miércoles, 8 mayo, 2024
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Antes de morir

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Por: CITLALY AGUILAR SÁNCHEZ •

  • Inercia

Dice Hans George Gadamer, palabras más palabras menos, que es necesario despojarse de los prejuicios para poder aportar una interpretación con cierto grado de objetividad respecto a determinado texto. Se trata de tomar distancia de la propia experiencia para tener un panorama menos contaminado de uno mismo. Sin embargo, dejar de lado los paradigmas de toda una vida es un ejercicio que desafortunadamente a pocos nos interesa hacer.

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Nuestra vida, nuestra sociedad se muestra determinada por toda la suciedad de una cultura arcaica en la que los viejos tabús siguen siendo ley, donde antiguas ideas sobre las conductas sociales y la idiosincrasia permean sobre el comportamiento diario de ricos, pobres, altos, bajos.

¿Existe realmente la objetividad?

 

En espera

Nunca he creído en la pureza de las cosas. Los conceptos químicos y físicos son aplicables a cualquier área del conocimiento. No existe la pureza, y por el contrario, los estados que se pueden presentar como “extremistas” contienen en sí mucho de neuróticos, en el sentido de que, tanto los grados de extremado orden como de caos conllevan a la locura. Así, hablar de objetividad es hablar de un extremo imposible, inexistente.

Todo acto humano está siempre mediado por la subjetividad del simple hecho de provenir de un humano. En ello se puede resumir, a muy grandes y burdos rasgos los planteamientos de Kant en Crítica de la razón pura, porque no existe la pureza de la objetividad. Sin embargo, creo que la simple aspiración habla de una raza que intenta evolucionar.

En algunas conversaciones a nivel profesional, hay quienes siempre me tachan de ilusa, de una persona idealista que “sueña” con un país mejor, una sociedad más consciente o con una vida plena… Y yo siempre pienso que como humana es lo mínimo a lo que puedo aspirar. Me parece que es tema de la involución pensar en que como raza racional a lo más que podemos aspirar es a la resignación de morir en cualquier momento.

Dicen los grandes filósofos, psicólogos y sociólogos que a lo que más teme el hombre es a la muerte y a la locura. Muchos han propuesto que la vida no es más que una “espera” de la muerte… Y entonces la vida se convierte en una transición lenta y pesada en la que nos pesa no ser nadie. Si no tenemos un coche, un excelente trabajo, una preciosa casa, si no viajamos o tenemos ciertas experiencias no creemos ser felices, porque la felicidad, hoy en día es un producto comercial que todo mundo aspira obtener por medio de la compra-venta. Morir no es lo peor, sino morir infeliz.

En la antigua Grecia o Roma e incluso en el medievo, los héroes o caballeros tenían claro el sino fatal de la muerte, pero ello implicaba dirigirse a ese destino con honor, es decir morir en batalla, o lo que es lo mismo morir luchando por defender una causa o por fama propia, entendida la fama como la trascendencia de la propia existencia con actos concretos. En la actualidad, parecen no existir tales ideales. Morir es solo morir. La vida es sólo un efímero respiro entre ésta y otra dimensión de la que nadie intenta ya descifrar como significado metafísico. Eso nos reduce a una raza que simplemente espera la muerte desde la comodidad del instante que se puede vivir de la forma menos desagradable.

 

¿Hay algo más?

Pensar la vida en términos de productividad o de valores adquisitivos nos lleva, paradójicamente, a enfrentarnos a la idea de permanecer atrapados en un laberinto donde las únicas salidas son la locura o la muerte.

Se puede pensar que, desde el momento en que escribo en primera persona dudoso este texto, pues en él rigen mis pensamientos sin fundamentos sobre ideas muy particulares. Sin embargo, no puedo escribir bajo preceptos que no han pasado antes por la experiencia propia, por la singularidad del hecho de existencia particular, que lejos de pertenecer a una estadística son dueños de sí, como totalidad, en magnitud existencial. Hablo desde aquí porque es a donde pertenezco y es desde donde soy. De tal forma que, lo que quiero expresar es la necesidad de objetivizarnos como seres humanos, de volver la vista en la individualidad y pensar la vida en términos subjetivos, de pensar la muerte y la locura no como temores o fines, sino como márgenes en los que nos podemos insertar con dignidad.

Pensar la muerte como fin no es un error, pero elegir como llegar a ella es una necesidad primordial. Podemos seguir en el automatismo de sentirnos inferiores al merecimiento de la felicidad, del éxito o podemos morir luchando por alcanzarlo.

Pienso en todas las historias épicas, pero también en las historias diarias, ésas que han sido descritas desde Góngora, Joyce y hasta Auster, en esas historias de la cotidianidad, del humano que encuentra el placer en las pequeñas cosas, donde la felicidad no es una imposibilidad porque no está mediada por valores utilitarios inmediatos, donde la felicidad no es un producto sino un constructo de actividades pero también de ideas, de actos y responsabilidades que no acostumbramos practicar. ■

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