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jueves, 25 abril, 2024
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Canciones para el incendio

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Lo hago cada que me preguntan qué es un cuento. Recurro a una cita del maestro Augusto Monterroso y que leí como epígrafe en una antología de cuento: “en realidad nadie sabe qué es un cuento. Y si lo sabe se nota inmediatamente. Se vuelve aburrido. El cuento. Y el cuentista. Predecibles”.

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Cito de memoria. También están los famosos decálogos del buen cuentista. No me interesa hablar de ellos. Se me hacen románticos, pero poco prácticos y, en ocasiones, inútiles. Cuando eres joven te engañas con ellos y quieres seguir al pie de la letra las indicaciones que ahí se te dan. Pero escribir cuentos no requiere de libros de cocina. Se trata de otra cosa. Y volvemos a la cita de Monterroso.

En algún momento Eusebio Ruvalcaba señaló que un cuento era como un bolillo. La analogía tenía que ver con la consistencia y la forma. Vean un bolillo cuando sale del horno, nos decía en una cafetería del centro de Tlalpan, a unas calles de su casa, su forma es perfecta. No le hace falta nada. Tampoco le sobra nada. Así debe ser un cuento. Y luego insistía en la economía del lenguaje para conseguir lo anterior. Los ingredientes deben ser los correctos para conseguir que el bolillo salga del horno perfecto. Y no hay que decir que Eusebio Ruvalcaba es uno de nuestros grandes cuentistas.

México tiene una generosa tradición en lo que al cuento se refiere. Podríamos trazar una cartografía narrativa y encontraremos auténticos y brillantes representantes del género. Desde las primeras escenas costumbristas de Manuel Gutiérrez Nájera, que si bien no se pueden considerar cuentos, sí pretenden serlo, hasta las largas tramas bien planteadas, con personajes psicológicamente tolstoianos del narrador zacatecano Severino Salazar (a quien recomiendo mucho leer), la precisión quirúrgica de Juan Rulfo (a quien hay que regresar una y otra vez), la fatalidad y erudición de Jorge Arturo Ojeda (cuyo libro de cuentos “Personas Fatales” fue elogiado profusamente nada más y nada menos que por Juan José Arreola, otro gran cuentista), la sorpresa de Guillermo Samperio, quien sabe jugar con los lectores, los distrae, los aleja, los acerca, los noquea (y hasta tiene su propia teoría cuentística publicada en Alfaguara), lo extraordinario de un joven Ruy Feben, la violencia descarnada de Antonio Ortuño y la maestría en el estilo estadounidense de Daniel Espartaco Sánchez (un escritor venido a menos, lamentablemente), a quien le debemos uno de los mejores libros de cuentos que se han escrito en la historia del cuento en México: “Cosmonauta”, publicado por el Fondo Cultural Tierra Adentro, lo estilísticamente cuidadoso del gran José de la Colina, cuyo cuento “La Tumba India” es uno de mis favoritos, la maestría excepcional del gran Gerardo de la Torre, a quien muchos jóvenes actualmente olvidan leer sin saber que se pierden no solo de un gran autor sino de un gran maestro.

En fin, sé que se me pasan muchos autores, pero este texto no habla del cuento en México sino de un muy buen libro de cuentos: “Canciones para un incendio” (Alfaguara 2019) de un autor colombiano: Juan Gabriel Vásquez.

Si me centrará en cada uno de los cuentos que conforman “Canciones para un incendio” no me alcanzaría el espacio en esta columna, así que intentaré, en la medida de lo posible, centrarme en lo que, a mi juicio, son los aspectos más importantes de esta destacable propuesta narrativa de un autor que al menos para mí era totalmente desconocido hasta antes de este libro.

Hay que decirlo: Juan Gabriel Vásquez sabe escribir. Hay que explicarlo un poco más: sabe construir entrañables historias centradas, sobre todo, en memorables personajes. Vamos a otro punto: las tramas de cada uno de los cuentos. Muchas de ellas tienen que ver con los dolores y con las heridas de una Colombia que supo lo que fue la guerra y las matanzas (pongan matanzas en mayúsculas). Por ejemplo, a mí se me quedó una imagen de uno de los cuentos, me la llevé de manera inconsciente a la cama, soñé con ella, desperté a media noche: el río trae de bajada a los cadáveres y así es como se enteran de los muertos.

No es fácil enfrentarse a los cuentos de “Canciones para un incendio”. Hay que tener los pies hundidos en la miseria humana. Hay que tener los pies hundidos en las atrocidades que el ser humano es capaz de llegar a hacer en su lucha por cualquier tipo de poder. Si algo les suena a Conrad tienen toda la razón. Suban el volumen a Wagner.

Doble identidad de personajes en distintas circunstancias temporales narrativas nos demuestran que todos, sin excepción, tenemos pasados que nos persiguen, que nos muerden los talones, que nos cubren de luz o de oscuridad, según sea el caso, que nos liberan o nos atan para no soltarnos nunca jamás. Y “Canciones para el incendio” es una muestra de ello. Pero este sería un nivel muy básico de lectura. Hay que sumar una prosa excelsa. Recursos narrativos excelentemente bien empleados. Construcción de personajes con verosímiles andamiajes. Voces narrativas que en ningún momento se traicionan y permiten que se filtre la voz del autor.

Da gusto leer a autores así. No sé si sea necesario aclararlo (y a quien guste se lo puedo aclarar), pero pondré “Canciones para el incendio” (Alfaguara 2019) del colombiano Juan Gabriel Vásquez como uno de los mejores libros de cuentos de este año. Por otra parte, pondré “El despachador de pollo frito” (Sexto Piso 2019) de Carlos Velázquez como uno de los peores libros de cuentos de este año. Se tenía que decir y se dijo. Yo, al menos, le seguiré la pista a Juan Gabriel Vásquez porque, estoy seguro, dará mucho de qué hablar. ■

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