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viernes, 26 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

Admiro al galileo

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Soy un hombre imperfecto, explosivo y sentimental; educado bajo la sombra de una religión católica estricta, además. Fui un niño al que su abuela paterna prohibía la entrada a la casa de ella si antes no había asistido yo a misa. Fui un niño que en medio de esas celebraciones religiosas, a los cinco años, se maravillaba al descubrir que los curas visten su pantalón bajo la sotana rabona y que eran igual o más pecadores que los que ocupábamos las bancas.

Por un problema familiar, a mis diez años tuve que cursar todo el quinto año de primaria en Chicago, en Estados Unidos. Doce meses después, cuando regresé a Jalpa, mis dos mejores amigos se habían convertido en monaguillos. Por eso vestí también el alba, que es como se llama al antonomásico vestuario blanco de los acólitos.

Así comencé una experiencia por demás peculiar: reuniones de martes, jueves, sábados y domingos en las que de grupo de acólitos pasamos a grupo de rezadores por las misiones, un congreso nacional en Guadalajara en 1986, una elección de dirigente por la que a mis once años fui designado coordinador de monaguillos en la foranía de cuatro municipios sureños, organización de algún retiro en Villanueva… y ahí te voy entrando al autobús de las seis de la mañana, ocupando inclinado el escalón de la parte de atrás del vehículo porque no había más asientos disponibles.

Desde esa época admiré y admiro aún al galileo que dicen que caminó sobre las aguas embravecidas. Admiré y admiro aún al filósofo de las clases bajas que no tenía dónde recostar la cabeza y cuya academia era una bola de pescadores de lago y un traidor a la patria judía, cobrador de impuestos para el imperio del Lacio.

Admiro al galileo que no dio gusto a los políticos del pasado y en la mañana de un santo lunes agarró a punta de madrazos, a punta de cordelazos, a los precursores de los promotores del consumismo. Admiro al carpintero que fabricó una quinta parte de las mesas de Nazaret y lloró por su amigo Lázaro aun sabiendo que en diez minutos más tendría otra vez la vida.

Como me considero partidario de la concisión, admiro al que desperdigó bendiciones sobre los desposeídos, los perseguidos, los difamados, los que tienen hambre y sed de justicia. Admiro al que daba sus clases con puros ejemplos de pastores con oveja perdida, señora con lámpara extraviada, hijo menor desmadroso e hijo mayor hipócrita y sembradores a los que se les caía la semilla.

Admiro al que reía con los niños y le ponía las peras a veinticinco a la de Samaria. Admiro al que dijo que hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos, y que le recetó un chatadón a Marta cuando le dijo que ya se jodió por preferir el quehacer a estar con el mero maestro.

Han pasado veintiocho años desde aquellas andanzas de monaguillo. Ahora no tengo asistencia regular a las misas, no soy ejemplo de católico, incluso descreo de algunos sacerdotes católicos porque considero que los conozco muy bien. Yo, el imperfecto, no soy quién para juzgar. Yo, el explosivo, no tengo derecho a exigir perfección. Pero el galileo sigue entre mis aficiones, oh sí. Y quizá por eso me cae muy bien quien se dice cristiano, aunque no sea católico. Me gustan los cristianos de una u otra religión nomás porque quieren imitar al galileo que de vez en cuando yo también quiero imitar. Me gustan mucho y también admiro a los que en efecto lograr imitar al galileo que es ejemplo, que me cae muy bien, que permanece en la historia como un tipazo. ¡Ah, cómo hacen falta otros tipazos así!

 

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