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viernes, 3 mayo, 2024
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La gran farsa de la academia

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Pareciese que sucedió hace una eternidad, pero no hace mucho la vida académica era una aspiración profesional más que deseable: además de contar con reconocimiento social otorgaba decorosas prestaciones para llevar una vida desahogada, a la par de la no menos loable función de contribuir a la ampliación de las fronteras del conocimiento humano y formación de seres humanos plenos y el mejoramiento de la sociedad. Eso, que parecía o que intentan seguir vendiendo como una verdad más o menos incontestable, no es hoy en día otra cosa que una ficción.

Uno entendería la academia, aquel ideal platónico, como el lugar más auspicioso para el florecimiento de las ideas sin mayor cedazo u obstáculo que el que se desprende del debate racional y sano, todo lo cual resulta en nuestros tiempos irremediable e irremisiblemente falso: las jugarretas más mezquinas, la sevicia más pura y las inquinas más pueriles tienen lugar precisamente en el seno de la academia. Bajo la hipócrita excusa del avance científico, la maquinaría académica ha construido una pirámide que beneficia, con becas, subvenciones o estímulos y fondos de investigación, a aquellos en su cúspide a costillas de, casi invariablemente, los que se encuentran en la base. Directo y sin ambages, Richard Horton, editor de The Lancet, una de las revistas científicas más prestigiosas y antiguas, admite que lo que pasa por ciencia estos días, es decir, el producto de la investigación científica es, quizá hasta en un 50%, una mentira total y flagrante dadas las prácticas dominantes de aquellos que han consolidado una dinámica que antepone el avance personal (y obviamente, individual) a su función, al menos hipotética.

Una carrera universitaria solía significar algo. Más aún una carrera académica. Hoy en día, alguien puede subirse a los vagones intermedios del tren de la academia a la espera de, con suerte, contactos y mucha paciencia y estómago, un buen día pasados los años pueda llegar si no a la máquina, al menos a algún lugar privilegiado cerca de. El grosor del CV que avala el puntaje para el ascenso en el escalafón académico depende mucho de los logros impuestos por la tiranía de la publicación ilustrados en el axioma moderno: publish or perish, publica o perece, que implica ante todo, la lógica de la cantidad sobre la calidad. Esa dinámica se basa mucho en prácticas muy cuestionables (para ese ámbito) como el amiguismo, o abiertamente mafiosas, como los intercambios de favores (tú citas lo mío, yo cito/apruebo lo tuyo), consolidándose así una inercia perversa en la que gente que no ha producido una sola idea original en décadas, quizá incluso en su vida entera, vive, a la manera de las rémoras, de lo producido por otros.

Esos otros, la base de la pirámide, los estudiantes de posgrado, son sujetos a vejaciones constantes, por lo regular orillados a abandonar sus propias ideas por otras que convienen a sus asesores, a investigar temas y producir documentos de investigación a conveniencia de éstos y que luego son firmados en coautoría o, incluso y en el peor de los casos, despojados de todo crédito. Así pues la regla no escrita es ese transitar por un indigno recorrido de abusos más propio del esclavismo que de la sociedad del siglo XXI, pletórico de tareas denigrantes, sin recompensa mayor que la ilusión de trabajar por algo más grande que uno mismo y quizá, la promesa de estar algún día en un lugar superior de la jerarquía; quien no esté de acuerdo con estas reglas bien puede buscarse otra ocupación… o atenerse a las consecuencias.

Gene Bunin, quien renunció a la obtención de su doctorado, expone larga y detalladamente estos procesos en su carta de renuncia; en particular sugiere la posibilidad de que aquellos académicos que condenan el trabajo de otros hayan sufrido una niñez sumamente desventajosa, dada la inexplicable virulencia de sus ataques al trabajo de los demás. Y así deambulan por ahí grandes impostores que no contentos de vivir de viejas glorias, algunas propias, las más ajenas, denuestan el trabajo que desde su atalaya juzgan como inadecuado, aunque en buena medida les resulte más bien peligroso, dada la amenaza que les representa. En el primer mundo, además de lo anterior, está cruzado de un sesgo muy sutil pero muy claro de xenofobia hacia las ideas que provengan de países periféricos. Notas ambas que resuenan particularmente con mi experiencia personal.

Cada quien habla como le va en la feria, se puede decir, con lo cual sería impreciso caracterizar mi experiencia en la academia como una sola, perenne e inmutable -pues como cualquier otra está llena de claroscuros-, o que todos los involucrados en la academia participen de y en esa dinámica, pero si se conforma un patrón muy amplio y dominante que es visible y empíricamente verificable no sólo en nuestro país, sino en todo el mundo.

El gran problema es que, aunque esto es admitido y reconocido por muchos, nadie, como dijo Horton, está dispuesto a tomar el primer paso para limpiar el sistema. Ahí la farsa, ahí la mentira, ahí, entre montones de datos e investigaciones cuya veracidad y autoría son de entrada dudosas, se ha extraviado el verdadero propósito de la academia. ■

 

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