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viernes, 3 mayo, 2024
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¿Trapear o no trapear? No es ésa la cuestión

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO •

La Gualdra 246 / Notas al Margen

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Los mexicanos acostumbramos a simplificarlo todo. El falso diálogo funciona más fácil cuando se resume en dicotomías. Lo políticamente correcto, dicen, y es fácil afirmar que un tema está de moda cuando no se nos había pasado antes por la cabeza. Los discursos sociales surgen de una necesidad, e incluso las «modas» tienen su pulsión vital. Hacer comentarios irónicos y cargados de un humor violento no crea diálogo, lo reduce a un chiste que, si bien aplauden varios alcahuetes, segmenta y alude a nuestra holgazanería para re-pensar los temas más allá de la broma entre amigos.

El hecho de que el acoso a la mujer esté en boca de todos nos invita a reflexionar y a pensar en la evolución del discurso social en el que estamos inmersos. ¿Qué es lo que nos molesta de esto? La pereza mental es el común denominador del mexicano, incluso del mexicano “intelectual” -queda en evidencia en temas como éste-, mismo que a últimas fechas –y lo digo por varios escritores que invierten mucho tiempo en las redes sociales- se ha vuelto un humorista de temas polémicos. ¿En serio?  El humor es una forma literaria si lo esgrimimos afilado con el intelecto. Pero no podemos usar el humor y la ironía como comodines para cualquier situación que nos haga sentir incómodos, molestos o ignorantes. Pereza mental e ironía simplona: común denominador del mundo virtual que habitamos hoy.

Podemos explicarlo de este otro modo: como no sabemos hablar, preferimos reír. Si vas a contar un chiste, cuéntalo en serio. El humor debe ser una forma de análisis de la realidad, no una de simplificarla hasta el punto de mostrarnos un mundo de dicotomías absurdas. Nada es tan simple para no poder analizarlo, y nada tan complejo como para no poder analizarlo. Los escritores creen (creemos) tener el “permiso” para opinar sobre todo, ahora, con las redes sociales es más fácil y cualquiera puede ser un experto en cualquier tema; pero ¿por qué opinar y lanzar ataques vulgares se han vuelto sinónimos en esta realidad narcisista de la world wide web?

El nuevo discurso feminista nos toca a todos y sea o no una moda nos invita a reconfigurar nuestra forma de percibir al sujeto (femenino o masculino), aunque algunos sólo lo tomen como una invitación al chiste y a la pedantería. Si me preguntan si soy machista, tal vez debería contestar que sí. Sí, yo también he participado de bromas misóginas; sí, también he creído que las mujeres tienen ciertos defectos sólo por el hecho de ser mujeres; sí, he sido y probablemente sea machista en alguna situación a futuro. Soy, al igual que todos mis coetáneos, alguien inmerso en una inercia social, histórica, sexual, política, cultural. Pero eso no me exime de repensar el fenómeno que hoy se nos presenta de una manera tajante y, al parecer, definitiva.

Podríamos analizar los tópicos que se ven afectados por este discurso, uno por uno: el lenguaje (¿tod@s, todxs?), las relaciones personales, sobre todo las amorosas, el humorismo, por mencionar algunos. Sin embargo, sería un trabajo complejo y elaborado que no corresponde a una sencilla columna de opinión. A eso deberíamos estarnos dedicando los escritores, a dialogar estos tópicos, sobre todo a través de la literatura, que es la mejor forma de entablar un diálogo y reconfigurar realidades. Ralph Ellison respondió, cuando le preguntaron si sus novelas trataban sobre una minoría, que todas las novelas tratan sobre una minoría: el hombre es una minoría, y lo universal en una novela es hablar de cierto sujeto en específico en una circunstancia en específico. Así que la novela es la historia del hombre (y de la mujer[1]) frente al mundo. Acudamos a la novela a replantearnos preguntas y a buscar respuestas emergentes. La holgazanería nos invita a despotricar con estados de Facebook, con aseveraciones simplistas en el Twitter, pero está ese otro espacio de reflexión en el que el humor puede volverse realmente un arma y no sólo un montón de patadas berrinchudas: la novela. La literatura.

Pero volvamos ahora al humor como discurso. Éste, por naturaleza, es políticamente incorrecto. ¿Se trata entonces de la muerte del humor negro? ¿De la penalización –al menos moral- de la típica “picardía mexicana”? Otro de los temas a plantearnos. ¿Cuál es la función de un buen chiste?: reírnos, amenizar la charla y mostrarnos las situaciones difíciles desde otra perspectiva menos crítica, pero corresponde a nosotros elegir los momentos, los contextos y las finalidades de uso de esta forma discursiva. Hay también quien dice que no es tan divertido reírse cuando no te ríes a espaldas del otro. Eso es un pretexto de los inseguros, de los patanes y de los hipócritas. El humor debe participar de cualquier diálogo serio, siempre y cuando adopte una postura crítica (ahora en un sentido analítico).

El hombre es un animal discursivo, simbólico: la palabra lo define y le permite existir. Es a través del lenguaje que el ser humano construye sus relaciones, de amistad, de odio, de amor. El discurso amoroso es otro de los tópicos que nos conciernen en este momento. “El amor”, visto como una necesidad biológica, requiere de una violencia intrínseca que viene inscrita en nuestros restos instintivos. El macho somete a la hembra para llevar a cabo el acto sexual. La cultura nos ha transformado, ya no somos bestias (al menos eso presumimos); sin embargo, el interactuar erótico de una mujer y un hombre siempre tiene algo de salvaje, una violencia inherente a lo amoroso que se hace presente desde el primer contacto visual. No hay mucho tiempo para profundizar en esto, no obstante el planteamiento va hacia la manera en que este nuevo discurso va a modificar las interacciones amorosas. ¿Cambiará el discurso amoroso tal cual lo concebimos? Lo más probable es que sí, al menos en su envoltura. Pero ¿no ha cambiado desde siempre? Nuestra concepción actual del amor es tan susceptible a evolucionar como las anteriores. El amor, al igual que la política y la cultura, es un discurso vivo y, por tanto, en constante cambio.

Y entonces, en el sentido más práctico del tema, ¿no tienen derecho las mujeres a sentirse ofendidas, incluso ultrajadas, lastimadas, cuando son objeto, en el menos peor de los casos, de burlas obscenas y en el escenario más extremo, de asesinatos, por el sólo hecho de ser mujeres? ¿No tienen derecho a decirlo, a quejarse, a pedir respeto, a cambiar el discurso hegemónico? Considero que sí. Los más de los detractores de esta postura “feminista” defienden que no es necesario hacer una distinción, que si lo que el feminismo busca es igualdad deberíamos empezar por ahí. Pero ¿podemos empezar desapareciendo las diferencias nominales antes de desaparecer las diferencias ideológicas, las desigualdades sociales y cotidianas que se concretan en cifras altas de feminicidios y crímenes de odio?

No se trata de buscar una equivalencia aritmética, ni de equilibrar la balanza laboral como lo han intentado algunos políticos de “buena voluntad” que más bien carecen de cerebro. También hay que decir que he escuchado defender el feminismo con argumentos vacíos e inestables, al igual que nos he escuchado hablar a los hombres por el pene más que por la boca.

De lo que se trata de re-enfocar la manera en la que vemos al otro. A ese otro que a pesar de ser nuestro semejante no es yo. La mujer y el hombre seguramente mantendrán esa necesidad constante el uno por el otro. La convivencia es un acto de interferencia y una invasión necesaria de espacios vitales, precisamente por eso lo que más debemos defender es ese mundo que es perfectamente nuestro y en el que no cabe ningún otro. Nuestro cuerpo, no sólo como espacio físico sino como espacio discursivo, necesita ser defendido y si es necesario luchar por él tendremos que hacerlo, porque nuestra identidad no depende del sexo que ostentemos pero sí del valor con el que nos asimilemos como mujeres, como hombres o como seres vivos.

[1] A este tipo de aclaraciones que, en lo personal, considero inútiles, son a las que me refiero cuando hablo del lenguaje como uno de los tópicos que hay que empezar a replantearnos desde otra perspectiva. Sí, el lenguaje es un arma de control, como lo ha sido desde que surgió. Pero es también una forma de comunicación estética y vital. Tal vez la mejor forma de entenderlo tenga que ver con la función del lenguaje en los diferentes contextos de uso. ¿Quién lo usa y para qué? Aunque, ¿tendríamos que legislar los usos a pesar de que se ha demostrado que es antinatural hablar de límites y normas en el sentido de evolución lingüística?

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_246

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