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sábado, 27 abril, 2024
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■ Del verso a la biografía: 

Qué bellos los ojos de este idiota, de Luis Aguilar

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Por: JULIO CÉSAR TOLEDO •

La Gualdra 522 / Poesía / Libros

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Desde sus primeros versos, este libro tiene la firme vocación de provocar. No es extraño, si uno sabe quién lo escribió. La insensata sinceridad de estas páginas, colocan a Qué bellos los ojos de este idiota, en un lugar aparte de la poesía mexicana reciente. Sí, algo de insensato hay ahí, que en aras del juego y la honestidad se aparta quizá de toda posibilidad de pertenencia; a Luis Aguilar no le interesan esas cosas, él se sabe poeta (sus libros lo atestiguan) y en ello se regodea. 

Es un libro que debe leerse, y sin embargo, yo no estoy de acuerdo con él en su totalidad. Me parece que la ortodoxia que sugiere: todo verso es la biografía… deja de lado una larga tradición de poder escribir desde la distancia, pero no desde la salvedad de lo toriles, sino en el ruedo de la metáfora. Quiero decir que, recuperar la metáfora como medio u como fin, le hace falta también a la poesía de nuestro tiempo, que mucho tiene que sacudirse de los discursos de muertos, cercenadas, y correcciones políticas y falsas inclusiones. Digo metáfora, mas nunca olvido. No estoy excluyendo las urgencias de las que abreva toda intención poética, no, pero exijamos, por favor, lectores, que el lenguaje se trabaje con inteligencia. 

Allí sí que este libro prende su mejor proposición: adiós a las posturas complacientes. Nada de facilidad en los ritmos del poema. Y es que gusta (y supongo que a algunes les asusta) que un verso no agarre con tanta verdad, con impecable tratamiento, en descampado. En la soledad de la descripción vacía a la que tanto libro olvidable no ha condenado. 

Qué bellos los ojos de este idiota, de Luis Aguilar, editado por Vaso Roto, abre una discusión necesaria en este país alrededor de la poesía. Una discusión en serio y pendiente. Donde no privilegiemos ni género, ni edad, ni condición extraliteraria alguna. Una discusión acalorada, subida de tono, en la cual el verso (la suma de los versos que hace poema) sea el único material de la contienda.  Se agradece ese sentido de honestidad que abusa de lo literal. Se agradece ese dominio de la técnica poética, sin exceder los límites de una retórica vacía al servicio de una idea, ni viceversa. 

El libro pone en el centro al yo (que es el autor), y en ello devela el mecanismo quizá más antiguo de toda representación, incluida la literatura, es espectáculo como centro de la expectación voyeur. El regalo de la ventana abierta al interior de una habitación desconocida, que por la magia de la sugerencia intimista, termina siendo nuestra propia habitación. Eso lo supo Aguilar al escribir los versos que hoy nos atañen. Y para que esa magia esté completa, hay que leerlo. 

Quizá no es un libro para primeros lectores, exige una presencia por parte de lector que no es fácil capotear a la primera; es un libro que está hecho en la cúspide creativa de una carrera madura, pero que no quita el dedo lúdico del renglón, del renglón de sí mismo. Como si de un acto masturbatorio se tratara. Por ello, también, debo decir que es puro placer, sin falsas pretensiones, ni miramientos. 

Esta no es poesía de la que pretende marcar distancia; la que finge desde una esquina, a escondidas, que no va a involucrarse; la que sueña con que no se perciba la autobiografía entre sus versos. No hay libro, si lo es, que nazca huérfano. 

Desde el lirismo de la poesía de la experiencia y sin miedo al Yo, Luis Aguilar reflexiona ahora —en un giro peculiar de sus temáticas y obsesiones escriturales— sobre la moda de la poesía reclamada por la competencia de los proyectos, las subvenciones y la corrección política, reclamando abrir los linderos que ahogan una poética congestionada en los libros monotemáticos y, arriesgado como suele, lo hace desde un libro monotemático: crítico, autocrítico y por momentos delirante.

En plena madurez creadora, el poeta cuestiona si no ha de descubrirse que el fuego quema porque la llaga arde; si una lectura es suficiente para escribir sobre la enfermedad, el amor o el miedo. Contra el sujeto poético Aguilar arremete desde su acidez habitual: 

«Antes de que me arañara

por la primera vez,

ya había tatuado yo

en la piel de este yo mío,

no sé,

la garra infecta de una hiena,

algún guepardo,

un tigre,

un andar de manojos de zarza

por su cuerpo».

Y desde un yo sarcástico que simula esconderse a lo largo de estas páginas (pero visible), el poeta deja asentado que, por más vueltas que den a la escritura, hay algo inocultable: esa mirada del otro que nos descubre agazapados, –predador y presa– a través de nuestra propia experiencia de vida.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la-gualdra-522

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