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viernes, 10 mayo, 2024
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Investigar para detener, no detener para investigar

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

El auto que cargaba víceras de res en la cajuela se desplazaba lentamente por entre las calles semi oscuras de la colonia Pino Suárez. Modelo viejo como de los setentas, chocado de ambas salpicaderas bien podría pasar sin que se le prestara atención al destartalado coche.

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Sin embargo, al llegar a una de las avenidas principales de la Álvaro Obregón, un par de policías que realizaban una rutina de su guardia nocturna observaron que algo escurría de la cajuela del ford viejo. A bordo de una patrulla de la Dirección General de Policía y Tránsito del Departamento del Distrito Federal y sin encender las torretas solo las luces para circular, los gendarmes siguieron al cacharro sospechoso en potencia.

Los ocupantes del desvencijado se percataron que los seguían y aceleraron la marcha del motor. Antes de darle unos sorbos al par de cervezas que traían luego de la fiesta de donde habían salido media hora, se dijeron que entre ellos que no los alcanzarían los patrulleros.

La persecución leve y usual como cuando la ley quiere ser aplicada por violaciones al reglamento de tránsito, se elevó en velocidades y rechinar de llantas en pos de librar a la autoridad y los policías alcanzarlos para que respondieran las preguntas básicas del por qué huían y qué traían en la cajuela pues chirriaba un líquido sanguinolento.

La huida fue oída y presenciada por los noctámbulos de tres colonias. La Pino Suárez, Bellavista y la Zenón Delgado fueron los escenarios. En esta última fue la escena criminal donde los jovenzuelos carro vetusto ultimaron de balazos a los uniformados. Eso no les bastó, sino que como murieron fuera del vehículo oficial, fueron arrastrados hasta la patrulla e introducidos en ella. Sacaron gasolina y rociaron los cuerpos y le prendieron fuego.

Huyeron del sito dejando una escena de fuego y muerte.

En los medios el estupor perneó la sociedad, tanto que se demandó la pronta investigación y aprehensión de los asesinos.

Eran el año de 1978. En la ciudad aún pervivía una de las policías temidas del país. Ese cuerpo extrajudicial basaba sus éxitos en la fama que traían de historia por el ex servicio secreto que crearon en su tiempo policías efectivos como Florentino Ventura, Salomón Tanuz, uno de apellido Obregón Lima.

A este grupo denominado División para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) que comandaba Francisco Sahagún Baca, le fue responsabilizado investigar y hallar a los responsables del crimen de los uniformados.

La caza más que la investigación o el trabajo de inteligencia fue tal que poco les importó violentar domicilios y detener gente inocente que su única culpa era vivir por los rumbos donde la persecución tuvo lugar y sucedió el crimen.

En la calle Camino a Belén tuvo lugar una ilegal detención de dos hombres. Uno de tan solo 19 años y el otro de 35 años. Uno soltero y estudiante de preparatoria; el obrero estaba dormido y fue sacado a empellones de su domicilio.

Hace 36 años el presidente de la república era José López Portillo. El procurador del Distrito Federal, el abogado Agustín Alanís Fuentes que contrariaba en los hechos la actuación diaria de la policía que encabezaba Arturo Durazo Moreno.

Por un lado, el jurista pregonaba “investigar para detener, no detener para investigar” como filosofía del Gobierno Federal en pos de una mejor policía y una expedita averiguación para procurar justicia.

En el vehículo de la detención dos viejos policías interrogaban, camino al antiguo edificio de Tlaxcoaque, a los detenidos en el 84 de Camino a Belén. Preguntaban con sorna y soberbia por la pistola. Los ciudadanos no atinaban el porqué su arresto sin orden judicial mucho menos saber de la pistola que buscaban los “dipos” como se les conocía en el bajo mundo policial.

En el trayecto fueron intimidados cuantas veces quisieron los policías encharolados e impunes por el respaldo que tenía el jefe de todos ellos por parte del Presidente de la República. Durazo Moreno se decía amigo de López Portillo y eso lo blindaba para hacer y deshacer.

Una detención arbitraria no tendría un final como ellos imaginaban. Verdaderas redadas de gente inocente y luego golpeadas con toletes, cachiporras y tehuacanazos con chile piquín encontraban a culpables en el menor tiempo.

Una hermana del joven detenido los siguió a distancia para saber hasta dónde los llevarían. Uno de los policías de voz engolada y sintiéndose conquistador le dio una tarjeta. Dejo huella para lo que vendría luego en uno de los medios de mayor tiraje en el Distrito Federal: El Sol de México edición de mediodía.

El grupo de investigaciones los interrogó antes de retirarse a descansar. Era la una de la mañana. Les pidieron mostrar su cuerpo de la cintura hacia arriba. Y pidieron saber qué hicieron la noche del crimen sin saber de qué les hablaban. Fueron confinados a otro grupo, el que estaba de guardia con la consigna de que sí hablaban serían remitidos a los separos. Este lugar denominado “los separos” eran los peores espacios de detención. Incluso de llegó a saber de la estancia ahí de muchos de los dirigentes del movimiento estudiantil del 68 y 70.

Al día siguiente a las seis de la mañana, todos los detenidos fueron sacados al sol a la parte superior del lúgubre edificio de Tlaxcoaque. Era el 8 de septiembre.

Justo en esos instantes unos trabajadores de la procuraduría de la capital del país iniciaron la colocación con diurex de carteles de un metro de largo por medio de ancho de propaganda alusiva al Segundo Informe de Gobierno de López Portillo. En letras grandes se leía: “Investigar para detener, no detener para investigar”. A bajito con tipografía menor decía: “nueva filosofía de la procuración de justicia en el país: JLP”.

En los hechos, los policías azules y de la DIPD estropeaban y pisoteaban lo que querían los abogados Alanís Fuentes y López Portillo.

La mamá de uno de los detenidos supo por voz de uno de los dipos que habían sido detenidos por el asesinato de los policías quemados en la patrulla. Ellas los insultó y le dijo que no se valía la manera en que habían detenido a los inocentes.

Alrededor de las once y media de la mañana del día después del oprobio, una voz se oía por los pasillos de Tlaxcoaque: ¡los detenidos en la calle Camino a Belén, los detenidos en la calle Camino a Belén! La esposa y la madre de los detenidos hicieron señales con las manos de donde estaban los dos.

El mensajero ubicó a los detenidos y pidió a los civiles vestidos de impunidad que los llevaría a la oficina del mismísimo Durazo Moreno. Y es que el diario del mediodía público en su nota de ocho de la ilegal retención de Juan y José habitantes de la colonia José María Pino Suárez. La cabeza decía: “detienen a quienes no deben”, entre ellos a un empleado de la dirección general de Información y Relaciones Públicas de la presidencia de la República.

Eso provocó que el mal llamado general se quisiera reivindicar. Una vez que tuvo enfrente a los detenidos les espetó sin más ni más: “ Estos cabrones se van a chingar por haberte detenido, Juanito. Ellos se van a chingar…cabrones hijos de la chingada, malvivientes…ya se van. Dime si te golpearon o qué te hicieron estos hijos de la chingada para que Pancho ponga remedio…a uno de ellos lo balconeó el periodista José Vilchis hoy en El Sol…pendejos, dejaron huellas”.

Ordenó que los dejarán ir y al abandonar el edificio, un reportero se acercó a preguntar si había recibido amenazados o golpeados.

De esa detención arbitraria, sólo el vespertino de la Cadena García Valseca y la revista Proceso documentaron el caso que jamás tuvo castigo solo las palabras altisonantes del espurio militar que terminó sus días entre el descrédito que Miguel de la Madrid le propinó por la constante violación a los derechos humanos en el sexenio de la renovación moral de la sociedad. ■

 

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