Políticos santos e historia

0
630

Por: Mauro González Luna •

El título de este artículo, «Políticos santos e historia», es una especie de oxímoron, extraño término éste que significa combinación de palabras contradictorias. La política es lo opuesto a la santidad por estar de por medio el poder. Es regla histórica que el poder enajena, ensoberbece, vuelve locos a los cuerdos y más locos a los que ya lo estaban antes de ejercerlo.

Max Weber, sabio alemán, uno de los más influyentes pensadores de la modernidad, una vez dijo: «………. y quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo…..». Y no solamente el político hace pactos de esa índole, también el indagador de la ciencia, como el Fausto de Goethe, que firmó con gota de sangre su acuerdo con Mefistófeles.

- Publicidad -####### ANÜNCIATE AQUI #######

Es difícil pensar en un San Francisco de Asís metido en política medieval, o en un Kennedy o un De Gaulle, recluidos en un monasterio de monjes cartujos en pleno siglo XX, haciendo votos de pobreza, silencio, obediencia y castidad.

Pero claro que hay excepciones a la regla de tales pactos, pero son eso, excepciones. Recurro a la historia para ilustrar las salvedades. Una de esas excepciones notables: Tomás Moro, humanista, abogado brillantísimo, Lord y Canciller de Inglaterra en tiempos de Enrique VIII; después, reo de muerte, santo y mártir por defender sus convicciones religiosas frente a los caprichos e infamias de su rey. Otra de ellas, Isabel la Católica, reina ejemplar, vencedora del último reducto moro, mujer virtuosa, patrocinadora de hazañas colosales del siglo XV, abuela de un titán.

Por otro lado, una paradoja histórica de gran relieve: el César Carlos V que decidió abdicar, decir adiós al mundanal ruido de la corte y de la guerra, y así, retirarse al Monasterio de Yuste, de la orden de los Jerónimos, buscando paz y un buen morir. Allí, en Yuste, se dio la presentación del niño Juan de Austria, Jeromín, a su padre, Carlos V. Juan de Austria después en su juventud, vencedor de Lepanto y gloria de Occidente en plenitud, hijo fuera de matrimonio del emperador y de Bárbara Blomberg.

El ser humano es a no dudarlo como dice un pensador: «un horizonte no claro entre dos mundos». Mas hay casos insólitos en que el horizonte es claro como luz de aurora, en que la política es santa como lo testimonian las vidas paralelas de dos personajes notables del Medioevo.

Habría que encontrar un nuevo Plutarco para que escribiera un libro sobre las vidas paralelas de dos gigantes cuyas historias son horizontes clarísimos donde el mundo del bien triunfa de manera insobornable, en la medida de lo humano: Luis IX, rey de Francia y Fernando III, rey de Castilla y León. Ambos nacidos en el siglo XIII, uno en Francia, el otro, en lo que hoy es España.

Los dos, reyes, hijos de hermanas castellanas cristianísimas, Blanca, madre de Luis, y Berenguela, de Fernando. Los dos, varones intachables, y a la vez, monarcas memorables de la Edad Media, esa que también procreó a los genios de Alberto Magno y Tomás de Aquino, esa que edificó grandes universidades y catedrales cuyos prestigios perduran hasta hoy.

De Luis IX dijo nada menos que Voltaire: «No es posible que ningún hombre haya llevado más lejos la virtud». Su reinado fue de apogeo en todos los órdenes, político, cultural y económico, una verdadera edad de oro medieval. Luis, un enamorado de Francia y de Cristo, por ello, hizo grande a su patria y se hizo grande a sí mismo. Se trata de San Luis, patrono de Francia, el rey sabio y caritativo, y el cruzado, muerto en Túnez en el año 1270.

E igualmente destaca su primo hermano, Fernando III. Modelo de gobernante y de hombre cabal. Liberó a Sevilla y Córdoba, entre otras muchas, del yugo moro. Se le considera el fundador de la Universidad de Salamanca, la tercera más antigua del mundo, y a la que más tarde su hijo, Alfonso X el Sabio, el de las Siete Partidas, engrandeció.

Mandó Fernando III edificar las catedrales de Burgos y León, glorias de la arquitectura medieval y de todos los tiempos. Mecenas de artistas y trovadores. Inteligente, piadoso. De Fernando III, se dijo por sus victorias militares y por sus virtudes morales: «Atleta de Cristo», «Campeón invicto de la Fe». Al igual que San Luis en Francia, Fernando engrandeció a Castilla y León, y a él mismo. Se trata de San Fernando, patrono de España, muerto en Sevilla, en 1252, vestido de sayal.

Imposible ver hoy en el mundo tal grandeza en la práctica política, como la ejemplar de Cincinato, insigne patricio y militar victorioso a quien la ambición no hizo mella alguna; como la estoica de Marco Aurelio en la Roma antigua; como la insigne de Isabel la Católica, Tomás Moro, Luis IX y Fernando III en la Europa cristiana ahora desvanecida; o como la de los mártires Francisco I. Madero y Anacleto González Flores, en tiempos heroicos de la Revolución y de la Cristiada.

Y hablando de Cincinato, ¡qué moderación la suya! Terminada su brillante labor política en favor de Roma, volvió a su arado para labrar la tierra cual hombre común. ¡Qué contraste ese con la ambición barata y delirante de grises políticos actuales!

Y en estos días, además, ni siquiera es factible encontrar una práctica política medianamente sensata y digna, salvo escasas excepciones, una de ellas vituperada por un Occidente en bancarrota moral. ¿Vidas paralelas de los Trump o de los Boris Johnson por sus peinados estrambóticos y su mediocridad política, muy semejante ésta a la de los Biden, fieles reflejos de naciones decadentes? Y son esos los «líderes» del mundo, ¿cómo estará el resto?

Después de todo ocaso, de toda decadencia, despunta el sol. Ojalá que pronto despunte el sol de una buena política en todas partes. ¿Una utopía ello? Tal vez, mas todo depende de que los pueblos tengan clara conciencia política, y asuman, generosa y responsablemente, su papel protagónico para que el Estado y los políticos sirvan a la nación, al pueblo, y no viceversa.

Dedico este artículo con viva simpatía al historiador Rodrigo Ruíz Velasco Barba, y al jurista Manuel Andreu Gálvez, hombres de bien ambos y brillantes académicos.