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martes, 19 marzo, 2024
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Javier Valdez Cárdenas y Malayerba

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Hay cientos de motivos por los que el asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas es condenable desde cualquier óptica que se le quiera aplicar. Por la brutalidad de un país que desde hace muchos años se quedó sin ley. Por la indiferencia de sus ciudadanos frente a cientos y cientos de hechos sanguinarios. Porque no basta salir a las calles y gritar. Ya no. Ni siquiera señalar el hecho en algún muro de Facebook. Nuestra vergüenza es inaudita e inadmisible. Porque más allá de ser condenable el asesinato de un periodista, lo que realmente se mata es la libertad de expresión en un país que hasta la fecha parece regirse por la ley del silencio o del plomo. Por la impune complicidad de un aparato policiaco atascado de corrupción en todos sus niveles. Por los miles de desaparecidos cuyos familiares padecen a diario el temor a la noticia más funesta, aquella que proporciona, en lugar de personas, las coordenadas geográficas del sitio donde encontraron los cadáveres, sus cadáveres.
Estamos frente a uno de los procesos electorales más sangrientos en la historia del país. Hasta mayo 27 habían sido contabilizados 34 candidatos asesinados. Nuestra democracia no sólo es una de las más caras del mundo sino una de las más violentas. Visto de esta forma la democracia no existe, no puede existir donde se imponen o se silencian candidatos lo mismo que periodistas. Nos cuesta trabajo pronunciar algunas palabras. Por ejemplo narcopolítica. Por ejemplo narcoelecciones. Y la cara se nos cae de vergüenza nuevamente.
Repito: hay cientos de motivos por los que el asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas es condenable desde cualquier óptica que se quiera aplicar. Pero son horrorosos tiempos electorales y las víctimas no cuentan, supongo que porque su voto realmente resulta inútil.
Hasta estos momentos no hay ningún candidato que realmente se haya pronunciado directamente contra el crimen organizado. Si tienen miedo o no es algo que ignoramos; sí sabemos, en cambio, que muchos dirigentes y gobernadores deberían ser encarcelados por su complicidad. Si es que pueden o no dormir tranquilos, también lo ignoramos. Pidamos que no lo consigan. Y que nos quede claro: el asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas permanece impune como permanecen impune los casos de los periodistas asesinados durante este sexenio.
Y las crónicas que nos presenta Malayerba (Jus 2010) son testimonio de lo mucho que la cultura del narcotráfico ha conseguido impregnarse en la sociedad. Puntuales, cada una de las crónicas están bien sopesadas: son brutales. Podríamos pensar en filmes estadounidenses donde siempre ganan los buenos, los policías o los militares, pero la realidad, nuestra realidad, nos da una tremenda cachetada. Javier Valdez Cárdenas murió por hacer uso de las únicas herramientas con las que cuenta un periodista: palabras e información. Elaborar teorías acerca de su asesinato es ocioso porque en el fondo lo único que buscan es justificar un asesinato que bajo ninguna circunstancia se puede justificar. Si sabía demasiado. Si tocó el nombre de algún “pesado”. De un tiempo a esta parte nos hemos dado a la tarea de construir un discurso paralelo al de las ejecuciones. Escuchamos: andaba en malos pasos. Escuchamos: seguro se dedicaba a la droga. Escuchamos: tenía cuentas pendientes. Y este discurso lo elaboramos desde nuestros propios miedos, desde nuestras propias pesadillas. Aquellos que hoy mueren a manos del narcotráfico son las víctimas que nunca quisiéramos ser y que, sin embargo, somos a cada momento porque todos morimos un poco más cada que comprobamos cómo un país, el nuestro, se cae a pedazos.
Son varias las historias que Javier Valdez Cárdenas nos cuenta en este libro. Prevalecen las de una juventud que condecora los actos criminales y que a falta de un futuro ve en los poderíos del narcotráfico una manera no sólo de salir de su pobreza paupérrima sino de ayudar a su familia a que también lo hagan. Por eso Javier Valdez Cárdenas nos señala que hay poblados donde lo mejor que le puede pasar a la hija de una familia es que un narco se enamore de ella, que la quiera de amante. La familia acepta que ese es el único medio para que la hija los saque de la pobreza. Y entonces agarran a la hija y la lanzan a las calles del pueblo lo mismo que quien lanza un anzuelo en un buen día de pesca.
Malayerba es un testimonio del surgimiento de nuestros nuevos dioses: los narcotraficantes. Omnipresentes. Omnipotentes. Hay incluso quien ya les compone oraciones. Hay quien ya toma la pistola de juguete esperando que el día de mañana se vuelva de verdad. La difusión de las matanzas, de las balaceras, de los cadáveres de policías son ya entretenimiento en videos que los jóvenes traen orgullosos en su celular para mostrarlos a los amigos, para afirmar que si hay alguien chingón en el país esos seguramente son los narcotraficantes. La cultura del narcotráfico está tan bien estructurada que se corre de voz en voz, de boca en boca, de pantalla en pantalla, porque, vamos, ¿quién no disfruta de una buena balacera?
Hace poco creíamos que la religión católica sería capaz de contener la violencia porque aún existía el temor al castigo de un Dios que prohíbe matar. Hoy eso suena a un chiste mal contado. Hay cientos de imágenes donde los sicarios presumen grandes cruces, seguramente de oro con diamantes, en el pecho; quizás y hasta se persignan antes de jalar el gatillo: Dios ya les permite todo y es así como de la religión católica han hecho un proceso de metamorfosis donde no cuentan en sí las leyes de Dios sino las leyes que les imponga la barbarie o el patrón al mando, quien hace a su vez de Dios. Nos hemos convertido en una sociedad donde el narcotráfico es el mejor de los espectáculos: asistimos a todas sus manifestaciones lo mismo que a un concierto o a una exposición; aplaudimos, entre más balazos, mejor, y si hay manera de circular los videos en las redes sociales no nos detenemos, porque nuestro afán de vivir y de hacer de nuestra vida un espectáculo es insaciable, y así lo demuestran muchas de las crónicas de Malayerba: historias que parecen perfectos guiones de cine, de no ser porque ocurren en un país donde miles de cadáveres faltan todavía por aparecer de entre las entrañas de la tierra, ¿llegará al fin el apocalipsis?

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