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viernes, 26 abril, 2024
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Una muerte que dio vida a algunas historias

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Por: EDUARDO CAMPECH MIRANDA* •

La Gualdra 284 / Promoción de la lectura

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En su autobiografía Vivir para contarla, Gabriel García Márquez recuerda un episodio de su infancia: un viaje en ferrocarril acompañado por su madre. El paisaje es común a muchas de sus obras: el calor infernal del trópico, la humedad mortal, los techos de cinc, los almendros, la compañía bananera, las hamacas, el telégrafo, el chispazo de la imagen del hombre que había matado María Consuegra. El primer muerto que vio. Tanto lo marcó que la anécdota aparecerá en, al menos, dos de sus obras más emblemáticas: Los funerales de la Mamá Grande y Cien años de soledad.

La situación es tan sencilla como dramática. María Consuegra escucha un ruido que intenta forzar la chapa de su puerta, esto sucede en la madrugada. Sin pensarlo, coge un revólver y dispara su primer tiro, pero tan certero que acaba con la vida del individuo al otro lado de la puerta:

 

Todos estaban de acuerdo en que ella había disparado por puro miedo. Fue entonces cuando mi abuelo le preguntó si había oído algo después del disparo, y ella le contestó que había sentido primero un gran silencio, después el ruido metálico de la ganzúa al car en el cemento del piso y enseguida una voz mínima y dolorida: “¡Ay mi madre!”. Al parecer, María Consuegra no había tomado conciencia de este lamento desgarrador hasta que mi abuelo le hizo la pregunta. Sólo entonces rompió a llorar. (Vivir para contarla, pp. 32-33).

 

En el cuento “La siesta del martes”, incluido en su libro Los funerales de la Mamá Grande, el colombiano recupera el evento. La memoria sirve de insumo a la imaginación, quizá sea ahí donde surge el epígrafe a sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Durante una manifestación, en Cien años de soledad, vuelve el grito demoledor:

 

[…] El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: “Aaaay, mi madre”.

 

He escuchado, o leído, que se escribe para exorcizar fantasmas. Seguramente, y no es para menos, el cuadro de la muerte apareció constantemente en la cabeza del Gabo. Seguramente el grito de ¡Ay, mi madre!, retumbaba en su cráneo, provocando un estruendoso eco. Sea como sea, estoy seguro que más de uno lo agradecemos.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_284

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