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jueves, 25 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

Durante mi niñez y adolescencia tomé el camino facilón de arreglar todo con mi madre. Permisos, problemas, peticiones le llegaban para que en la privacidad de la recámara de ustedes, a la hora de dormir o en la madrugada, ella los consultara con usted. A la mañana siguiente teníamos el recado con el sí o el no paterno y sus invariables porqués. Ignoro si fue mi abuelo Trino o mi bisabuelo Herminio, pero algún antepasado le hizo llegar a usted la enseñanza de Maquiavelo: si el príncipe no puede ser al tiempo temido y amado, es preferible que sea temido, y hoy comprendo el sacrificio que hizo usted: dejó que la amada fuera su Amada, y usted asumió el papel del malo, el marcial, el orden y la disciplina sin peros.

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¿Tanto cuesta ser papá, Padre? Se lo pregunto porque tarde o temprano llegarán ellos y no quiero estar desprevenido. La vida siempre es más sabia que nosotros, quienes nos grabamos sus lecciones a fuerza de descalabros. Quiero ser buen papá o al menos digno del título de papá. Que así me consideren, que mi esfuerzo dé frutos en ellos aunque no lo reconozcan… Así lo escribo porque estoy consciente de que durante todos estos años nunca se lo reconocí yo a usted.

Mi soltería fue un pasar de páginas escritas con egoísmos reiterados e intentos de reivindicar una madurez que no tuve. Seguía usted levantando puestos, ahora en este México, en el sur de Zacatecas, y yo mientras tanto buscaba el reconocimiento, el aplauso fácil, el buen comentario de otros. Yo era el estudiante hiperactivo, las horas de lectura y avidez; usted, el encallecido de siempre, quien intentaba aliviar sus gripes frente a tés granulados y cocacolas calientes a las dos y media de la mañana.

Quise buscar más títulos, volar muy alto, sacudirme la tierra de las raíces. Y luego la bendición de usted, Padre, antes de trepar al ómnibus que me llevaría a vivir por años en dos ciudades de frontera: “Pues te gusta andar de vago…”. Dentro del autobús yo seguí masticando la frase del hosco, de quien rara vez habla, del hombre que me ha engendrado. Lejos de usted, una tarde me acometió un sentimiento semejante a éste y entonces saqué una silla en medio de la brisa texana y comencé a escribirle. Nunca terminé la carta y los pocos renglones quedaron como mero ímpetu sentimental.

Obtuve el grado de maestría, regresé a casa, busqué el primer trabajo. Entrar, salir, verlo a usted detrás de la mesa con los brazos cruzados, esperando al de dieciocho que andaba con la novia, al de doce que fue a hacer tarea a casa de un amigo, al que veintidós que entró a bailar a la disco y a mí, el mayor, metido en mis asuntos. Los cuatro varones regresábamos y ninguno le decía a usted “buenas noches”, ninguno preguntaba por la salud de usted o sus preocupaciones. Todos cargamos un paliacate donde anudamos un almizcle de miedo y vergüenza inculcados en la infancia. Ninguno ha tomado valentía para quebrar el consejo maquiavélico y comenzar a amarlo abiertamente.

 

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