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sábado, 18 mayo, 2024
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Accesorios imprescindibles para un escritor mexicano

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA • Admin •

Lentes para la vista: tienen que ser de pasta, de marca reconocida (piratas u originales), si usted como escritor no sabe pregunte por ellos en las ópticas, y mucho más grandes que cualquier rostro humanamente posible, de tal manera que los conocidos o fans lo reconozcan a varias calles de distancia, si no es por los rombitos de colores chillantes, o las figuritas ridículas de sus calcetines estirados hasta el tope, como si se tratasen de pantimedias, sí por sus enormes lentes de pasta, tan grandes, feos y de muy mal gusto, semejantes a sus gustos literarios.

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Un autor mexicano del siglo XXI no se debe conformar con unos lentes, por lo que debe adquirir varios, de distintas marcas (otra vez: pregunte en las ópticas), tipos y estuches. Si se cuenta con unos para cada día de la semana, mejor. Sugiero que se organicen junto con los estuches arriba del tocador, al lado de esas obras completas de Chejov que nunca se habrán de leer: lunes, cuadrados, a lo Zabludovsky de la década de los ochenta; martes, redondos, a lo Lennon, y si se tiene el cabello largo y mugriento, mejor; miércoles, rectangulares, a lo Pacheco (el escritor, no el estado mental), etc.

Si se siguen las indicaciones respecto a la armonía en los colores que dicta el feng shui, mucho mejor. Yo, por ejemplo, aconsejo y uso los colores pastel, como de vestidos de quinceañeras.

Que nadie se atreva a sugerir al escritor mexicano del siglo XXI que ya existe algo que se llama lentes de contacto. Si así fuese, nuestro autor tendrá que responder  que ni siquiera ha escuchado hablar de ese invento, que su optometrista de confianza, ese viejo chaparrito, calvo de boina calada, excombatiente de la Guerra Civil Española, cuyo primer apellido finaliza con la letra Z, le dijo en la última consulta que los lentes de contacto son dañinos para la salud. ¡Vamos!, por si lo anterior no fuera suficiente, nuestro autor ya se ha informado en revistas científicas en Internet y ahí, en un artículo escrito por el famoso doctor Joseph Strapericocus (de quien hablaremos en otra ocasión), se enteró que el uso de los lentes de contacto pueden causar cáncer.

Nuestro autor mexicano debe simular que lee por encima de los lentes de pasta en cualquier mesa de cualquier restaurante o bar de la Condesa, de la Roma o del Centro Histórico de la Ciudad de México. ¡Qué más da lo que lea en esos momentos!, el chiste es fingir que se hace lo que no se hace, que se es lo que no se es, que nuestro autor mexicano ha alcanzado ese punto donde consigue hacer de su persona todo un espectáculo de tintes macabros, circenses, con un rostro ideal para la selfie del Facebook, pero no para hacer frente a un aparato burocrático cultural que lo desprecia cada vez más, que le aprieta el cuello a la cultura con recortes en el presupuesto, espectáculo éste del que ya nos habían advertido Walter Benjamin, Alessandro Baricco, Barthes, Adorno y Blanchot.

Los sacos de pana o tweed: Cuando yo era niño solía pensar que los sacos de pana o tweed los utilizaban tipos corpulentos como Chesterton o Bernad Shaw. Supongo que en mi casa nunca hubo sacos de ese tipo, por lo tanto, la primera impresión que tuve de ellos es que eran tan cómodos que se podían adaptar a todas las formas humanas posibles. Hasta la fecha, no puedo dejar de asociar los sacos de pana o tweed con hombres obesos. Sin embargo, hoy en día son infaltables para cualquier escritor mexicano incluso si hace un calor semejante al del infierno, si es que nuestra imaginación alcanza para suponer que en un lugar así debe hacer un calor infernal. ¿Conclusión? Algunos de nuestros autores se empeñan tanto en usarlos que sudan, que apestan, al grado de que una persona normal asocia la pestilencia con la literatura mexicana del siglo XXI, y miren que no está tan equivocado.

Este tipo de saco proporciona un aire de intelectualidad cuyos mecanismos de funcionalidad todavía me están negados a causa de mi ignorancia supina en todo lo relacionado con el buen vestir; supongo, en la que considero una de mis teorías más acertadas, que para el escritor mexicano el uso de tal prenda es semejante a los poderes que a Batman o Superman les brindan sus capas.

En un bar de la colonia Roma, en la Ciudad de México, de cuyo nombre no quiero acordarme, se rumora que en México los sacos de pana o tweed fueron confeccionados en talleres de costura clandestinos por encargo de los papás de los jóvenes escritores mexicanos del siglo XXI, quienes, preocupados por esas fachas entre hipsters pobretones, malafachas de falsos indigentes, travestis de clóset de paredes transparentes, reguetoneros admiradores de San Judas y vendedores de USB del centro comercial Meave, se dieron a la tarea de reunir a un grupo de harapientos a las afueras del Metro Chilpancingo y obligarlos a coser día y noche en el taller “Mi alta costurita”, el cual se encuentra a varios metros bajo tierra de un popular Seven de la Condesa, y cuya única entrada se sitúa en una puerta clandestina al lado del excusado de los baños: al jalar la palanca del desagüe se abre dicha puerta, la cual da a unas escaleras que descienden, en medio de penumbras, a un sitio donde sólo se escucha el ruido de las máquinas de coser y los gritos y los latigazos de los papás, apurados porque sus hijos al menos usen un saco en la presentación de ese gran libro de cuentos o novela.

Esta es una de tantas versiones. Hay quien también afirma que las madres de los escritores mexicanos del siglo XXI hicieron primero una manifestación nada más porque sí, porque tenían ganas, ¿acaso se necesitan motivos para hacer una manifestación en México?, y, una vez concluida la manifestación, se fueron al famoso Vips de Reforma, donde, se dice, ocuparon la misma mesa en donde arranca el primer capítulo de la novela Gazapo de Gustavo Sainz, muerto en el destierro porque, también se dice, mantuvo amoríos con la esposa de un presidente de México, nada más y nada menos, quien una vez enterado lo amenazó de muerte si no se iba del país, así que patitas de la generación de la onda para que las quiero, por lo que al autor no lo vimos, ni lo veremos ya (en paz descanse), y a lo que se ve, ni a leer, pues sus últimas novelas son lo que le sigue de infumables.

En la mesa del Vips las madres bebieron café descafeinado, una de ellas se paró y fue cinco veces al baño, otra pidió un pastelito de chocolate, y acordaron, con una enorme sonrisa en los maquillados y pudientes rostros, importar modistos de Francia, España e Italia para que confeccionaran los sacos de pana o tweed para esos hijitos que estaban por concluir la carrera de escritores (aquí el lector puede soltar una carcajada), futuras promesas de la literatura mexicana del siglo XXI en un país donde, se quiera aceptar o no, no se lee y punto.

En opinión de una de esas madres, que casi nunca habla pero que en esa ocasión, frente a mi grabadora de reportero, al fin se atrevió, hubiera sido mejor importar a un chino de esos enclenques y con hepatitis (le tuve que aclarar lo del color de la piel) y ya, asunto resuelto, los hijitos escritores habrían lucido sacos de pana no sólo de manufactura francesa, española, italiana o inglesa, sino africana, lagunillera, brasileña, toluqueña, etc., este etcétera lo agregó la joven mesera, de buena pierna y con medias para las varices, una vez que nos entregó la cuenta y nos advirtió que ya era hora de cerrar el lugar.

Lo cierto es que en los sacos de pana o tweed se vio una oportunidad para despojar a las futuras promesas literarias de la chamarra o el chaleco de mezclilla, prenda que imperó entre la elite cultural durante la década de los ochenta, donde no te podías llamar rockero si no traías puesto algo así. O lo que es peor: despojar a los jóvenes literarios de las chamarras de piel estilo rebeldes del rock, juventud desenfrenada, locos del ritmo, teen tops, Jhonny Laboriel, Alejandro Lora, etc., chamarras que parecían eternas, aguantaban elevadas radiaciones solares y absorbían de manera eficaz el constante sudor. ■

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