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martes, 21 mayo, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

El hombre que jamás conoció guitarra

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Había una vez un hombre que jamás conoció una guitarra, ni dos, ni tres, ni en mariachi, ni en rondalla, ni en concierto de rock, ni siquiera en forma de piñata. Era él un hombre melancólico, cansado de la vida, renuente a conocer otra cosa que no fuera su lamento sin música de cuerdas.

Por supuesto, este hombre no conoció jamás que los primeros instrumentos parecidos a la guitarra fueron fabricados y utilizados por los hititas y asirios mil años antes del nacimiento del galileo Jesús, como se descubrió mediante bajorrelieves hallados en Alaça Hüyük, en el norte de la actual Turquía.

Claro que este hombre tampoco supo la historia, más mitificada que real, de un tal Nerón Claudio César Augusto Germánico que supuestamente ordenó asesinar a su madre Agripilina porque ésta quería darle en la ídem, y que también supuestamente incendió él a la madre Roma dizque para inspirarse mejor con la lira.

Nunca supo este hombre que en la antigua Grecia existía la cítara y en la India el sitar. Nunca adivinó que los árabes inventaron la ud, instrumento con mástil que después los españoles llamarían “laúd”.

Nunca supo nuestro protagonista sobre las curvas que bajan, el mástil que se yergue, los trastos aferrados y las cuerdas tensas, desde la más gruesa a la más fina y chillona.

Nunca supo el hombre sobre el coraje para tomar el instrumento y hacerlo, más que suyo, prolongación de su ser. Nunca atinó a aprender la anatomía básica, Milaresolsimi, a cantalear y no patalear un círculo, a rancherear con un Relasol, a chuntatear para acompañar al berrido más bajo o estridente.

Nunca supo nuestro protagonista, pues, sobre la magia liberadora que hay en la guitarra. Jamás conoció el valor que se necesita para ir a propinar una serenata, untarla con rabia a un balcón, disparar al corazón que no quiso ser de uno, desatar las líneas de Te solté la rienda o algo más bajo, y luego dar media vuelta y largarse para siempre.

El hombre que jamás conoció la guitarra se privó de amores con cuernos de hierba torito, se privó de lengüetear pieles dejadas por serpientes y cáscaras de las nueces más deliciosas que aun así jamás tocaron las lenguas que tanto las adoraron.

Ese hombre se privó de llorar entre acordes, de tatuar callos en las yemas de medios, índices y anulares. Se privó ese hombre de dolerse por el ruido de la guitarra rozando una acera de concreto, se privó de cargar el instrumento musical como si fuera una aliada muda, una cronista que jamás escribiría los dramas.

Había una vez un hombre que jamás conoció una guitarra, ni dos, ni tres, ni en mariachi, ni en rondalla, ni en concierto de rock, ni siquiera en forma de piñata. Terminó suicidándose en medio del silencio más estúpido, más absurdo, más yermo.

 

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