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sábado, 18 mayo, 2024
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En busca de la (inútil) felicidad

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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La felicidad está sobrevaluada. Contemplada incluso en documentos fundacionales (como la constitución estadounidense) o como invocación o mantra del siempre dúctil new age, resulta un concepto rayano en lo, digámoslo mesuradamente, romántico en el mejor de los casos, ingenuo e infantiloide en el peor. Porque ¿qué es la felicidad sino una fugaz alteración de conciencia, una intoxicación hedonista, transitoria y personalísima, y por tanto esquiva y heterogénea? Lo que es sin embargo medianamente indiscutible, es que la felicidad, entendida en términos gruesos, equivale a un estado de bienestar subjetivo. Y si a nivel individual bien puede funcionar y ser el propósito último de la vida de cada quien (cfr. el éxito inusitado de la literatura de superación personal), como principio organizativo y articulador de políticas públicas es una fórmula que tiende a la autocomplacencia.

¿Cuál es el problema con la felicidad, si países como Bután orientan sus políticas públicas al mejoramiento del Índice de Felicidad y no al del Producto Interno Bruto, la supuesta medida quinta esencial del progreso?

De entrada, vincular la felicidad a una medida como el ingreso (o su traducción en satisfacción material de necesidades humanas) resulta sumamente debatible. Aun cuando es cierto que el aumento del ingreso está correlacionado con el aumento de la felicidad, está correlación sólo es cierta hasta un punto o límite de inflexión: el dinero bien puede comprar la felicidad, pero sólo hasta cierto límite en el que esta correlación deja de ser directamente proporcional (lo que es conocido como “paradoja de Easterlin”), como lo han apuntado Richard Layard, John Helliwell y Robert Putnam. Incluso, aun cuando un ingreso más alto puede incrementar la felicidad, la incesante búsqueda del incremento de éste puede actuar en contra de la ansiada felicidad, cuyos determinantes van más allá de una mera base material.

El mayor problema de este tipo de enfoque subjetivista en política pública quizá sea el sobredimensionamiento utilitarista de los estados mentales individuales: dado que la felicidad es un estado subjetivo dependiente de diferentes causas, ésta puede ser alcanzada a través de la adaptación o condicionamiento mental, por lo que indicadores de desarrollo o progreso basados en el bienestar subjetivo, tales como la felicidad o la satisfacción de vida, son sumamente engañosos.

La gente suele adoptar diversas estrategias para sobrellevar su existencia, especialmente si ésta es abundante en complejidades y adversidades. Martha Nussbaum habla de las ‘preferencias adaptativas’: una vida de privaciones (materiales, culturales) confina la imaginación y hace que el individuo ajuste sus expectativas al mínimo, con lo que la satisfacción de vida se puede lograr con suma facilidad. Ese condicionamiento logra que el individuo se alboroce y su corazón se desborde de felicidad al experimentar las ‘pequeñas bendiciones’ de la vida de las que hablaba Amartya Sen, tales como contemplar una puesta de sol, ver un arcoíris o conseguir logros materiales minimalistas (una pantalla de televisión nueva, por ejemplo).

Lo anterior se revela en distintas instancias: Latinoamérica es una de las regiones más desiguales del planeta en términos de ingresos, pero es al mismo tiempo una de las más felices. En México diferentes instrumentos reflejan que las cosas difícilmente podrían ir mejor: tanto la felicidad de los mexicanos (como fotografía del momento) como su satisfacción de vida (una medida de largo plazo) son muy altos, equiparables al de países avanzados y cuya calidad de vida es conspicua y hasta radicalmente distinta a la nuestra. La World Values Survey reporta que la felicidad ha crecido ininterrumpidamente desde 1989 hasta alcanzar la medida actual: 7 de cada 10 mexicanos son muy felices y 6 de cada 10 declaran estar bastante o muy satisfechos con su vida. La OCDE (Better Life Index) ubica a nuestro país por encima del promedio de países de la organización (entre otros, de Japón, Italia, España y Francia) con una satisfacción de vida de 6.7 sobre el 10 posible. Mientras que Latinobarómetro encontró que el 78% de la población está bastante o muy satisfecha con su vida.

¿Cómo explicarnos la paradoja de la situación actual de México? De acuerdo a cifras de Coneval, más de la mitad de la población vive en pobreza y alrededor del 80% de la población vive en una situación de vulneración de alguno de sus derechos sociales (ingreso, educación, salud, seguridad social y vivienda), todo esto enmarcado en la corrupción, inseguridad e impunidad prevalecientes. ¿Cómo conciliar esa dislocación entre la dura realidad y esa felicidad que, aparentemente, no nos cabe en el cuerpo? ¿Será acaso una de las evidencias más contundentes de que como México no hay dos? ¿De que aun cuando todo (o casi) va mal, sacamos pecho, no nos importa y somos capaces de tanta felicidad?

Quizá tan sólo sea la muestra más palmaria de la retorcida psique nacional en la que la adversidad nos resulta tan indiferente y hasta cómoda, que somos felices con y a pesar de ella y por ende hacemos tan poco por cambiarla. ■

 

Viva México. Y su felicidad.

 

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