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viernes, 26 abril, 2024
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Democracia, igualdad y laicidad. Un homenaje a Juárez

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

Antier se realizó la conmemoración del natalicio del presidente Benito Juárez García. El gobierno de Enrique Peña Nieto realizó un pequeño acto sin orador oficial, y en Zacatecas se dedicó más tiempo a ponderar las acciones del gobierno que a valorar la herencia juarista y su pertinencia en estos tiempos. Por ello decidí incursionar en la obra de Pedro Salazar Ugarte y Bernardo Barranco para extraer algunos principios esclarecedores, y difundirlos en esta columna a manera de un sencillo homenaje al Benemérito de las Américas.

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Iniciemos reconociendo que un Estado puede ser laico y no ser democrático, pero todo Estado democrático tiene que ser laico. Un régimen autoritario puede ser laico como lo fue el régimen mexicano durante gran parte del siglo XX, pero ninguna democracia puede prescindir de la laicidad. Si aceptamos que la democracia contemporánea se edifica sobre las libertades fundamentales –personal, de pensamiento, de asociación, de reunión, etcétera– que permiten la expresión de las diferencias, y que en ella la legitimidad de las leyes proviene de los ciudadanos, asumiremos que rechaza cualquier proyecto que intente imponer una verdad (revelada o inventada) desde arriba, autocráticamente. Sólo las dictaduras abrazan una única verdad, una única fe, una única revelación. Lo mismo vale, obviamente, para las interpretaciones fundamentalistas de cualquier credo, que están en franca contradicción con los fundamentos de la democracia constitucional. En pocas palabras: la democracia constitucional sólo florece sobre la base de un Estado laico y tolerante.

La ciudadanía democrática se funda en la convicción generalizada de que las personas tienen un derecho igual a ser diferentes y, por lo tanto, en el valor de la tolerancia ante las ideas, creencias, expresiones, etcétera, distintas a las propias. La realidad nos indica que los seres humanos somos diferentes por muchas razones, pero precisamente por eso, si queremos convivir en paz debemos tratarnos como iguales. Desde esta óptica, el derecho a la legítima diferencia se fundamenta precisamente en el principio de igualdad.

La relación profunda entre la laicidad y el principio de igualdad se zanja en un terreno que antecede a las creencias o pertenencias individuales: todas las personas valen por lo que son y, por lo mismo, debe protegerse su autonomía moral y su libertad para pensar lo que quieran y expresar lo que piensan (esto, obviamente, siempre que respeten los derechos de los demás). No obstante, en la actualidad, en pleno siglo XXI, millones de seres humanos reciben un trato desigual por sus creencias, convicciones o ideas.

De acuerdo a lo anterior, toda discriminación por motivos religiosos rompe frontalmente con el principio de la laicidad y la razón debe ser fácil de adivinar: si nadie posee la Verdad, nadie debe recibir un trato diferenciado por su religión, sus opiniones o sus preferencias. El principio de no discriminación nos dice, simple y llanamente, que una persona o un grupo de personas no deben ser objeto de diferenciaciones en virtud de un cierto rasgo o característica que les sea propio. Entre esos rasgos o características se encuentran precisamente su religión o sus opiniones sobre este tema (o sobre cualquier otro). Por lo tanto, no se justifica ninguna distinción, exclusión o ventaja basada en las convicciones religiosas o éticas de las personas que rompa con la igualdad de trato o de oportunidades. El artículo 1 de nuestra Constitución, en sintonía con los documentos internacionales en la materia, es claro al respecto: “Queda prohibida toda discriminación motivada por […] la religión, las opiniones […] o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”.

El mandato constitucional vale para todos: para el Estado, para los individuos y para las iglesias. Sobre todo estas últimas deben respetar con escrúpulo la regla. Y deben hacerlo en dos sentidos: reconociendo igual dignidad a las personas que profesan creencias distintas o que no profesan ninguna y, en consecuencia, absteniéndose de querer imponer sus dogmas y reglas a la comunidad política. De ello no sólo depende una manifestación relevante del principio de igualdad sino también, en una paradoja  aparente, la autonomía de las propias iglesias ante el Estado. Si éstas no respetan la separación de esferas y no contienen sus ansias hegemónicas no podrán exigir que el Estado respete su vida interior.

En un contexto de libertades cada uno de nosotros es el único responsable de sus decisiones y de sus acciones. Y esto es así porque tenemos el derecho –en igualdad de condiciones– de expresar y manifestar nuestras creencias y convicciones en un marco de respeto y pluralidad. Por lo mismo, ante los temas controvertidos y difíciles, la laicidad es sumamente importante: es la garantía de que podremos expresar nuestras diferencias para alcanzar acuerdos provisionales que nos permitan convivir sin que nadie imponga su verdad a los demás. Y no lo perdamos de vista, se trata de un derecho individual, personalísimo, no de una potestad de las corporaciones o de los grupos de interés, de ahí que en la deliberación democrática todas las voces tienen el derecho de participar, pero deben hacerlo a título personal y en igualdad de condiciones. ■

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