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viernes, 26 abril, 2024
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Peña, lecciones del desamor

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Por: VEREMUNDO CARRILLO-REVELES* •

De no atacar a tiempo sus síntomas -dice una máxima de las revistas del corazón, que habitan por millares las estéticas-, el desenamoramiento puede convertirse en un irreversible proceso crónico–degenerativo. El desenlace, más allá de los tips en decálogo para evitarlo, tiene todas las agravantes de la fatalidad: el rompimiento absoluto entre las partes. Independientemente de que la separación física se consume o no, el quiebre emocional significa la muerte de la relación. Eso lo saben todos los estilistas, manicuristas y maquillistas del país. También lo entendemos sus millones de clientes, que en la antesala y durante la intervención estética, hemos hojeado una y otra vez las páginas en cuché de la prensa rosa; esa misma en donde la primera dama es protagonista asidua. Si para unos novios la mera anunciación del fantasma del desamor es angustiante, para una relación entre gobernante y gobernados la evidencia de los síntomas debe ser alerta máxima.

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El gobierno de Enrique Peña Nieto padece un vertiginoso proceso de “desenamoramiento” en dos frentes. Por una parte, sus niveles de aprobación ciudadana van en picada, por debajo de los que registró la pasada administración para el mismo lapso. Según la encuestadora Mitofsky, mientras que Calderón obtuvo una aprobación de 61.5% y una desaprobación de 35.6 durante los dos primeros años de gobierno, Peña es reprobado actualmente por 51 de cada 100 mexicanos y aprobado apenas por 47, esto sin considerar aún cifras del desastroso trimestre actual. Más grave es, sin embargo, que Calderón llegó a la presidencia con una controvertida victoria electoral de medio punto porcentual, mientras que Peña lo hizo con una diferencia de 6.6%; pese a la mediocridad de las cifras, la diferencia significa una enormidad en términos de legitimidad. En dos años, el priísta evaporó el bono electoral –inició el sexenio con aprobación de 54 puntos-, y enfrenta ya una sociedad más polarizada que la que padeció su antecesor. Pese a la desgarradora guerra del narco, Calderón sólo tuvo números tan bajos como los de Peña en dos de los 24 trimestres de su gobierno, y cerró con una anuencia de 50%, muy por encima de la que “goza” hoy el mexiquense.

El segundo frente de desenamoramiento es hacia el exterior. De las halagüeñas portadas en Time y The Rolling Stone,  las últimas semanas el gobierno sufre una avalancha de críticas negativas en los medios de circulación global. La reciente editorial del diario francés Le Monde –“El regreso de las horas sombrías a México”- sintetiza la debacle que sufre la imagen peñista en la prensa internacional. Sin embargo, el verdadero desenamoramiento es con los inversionistas. Como reconocen el Banco de México y la Secretaría de Hacienda, pese al optimismo inicial por las reformas –la energética primordialmente-, entre los inversionistas extranjeros florece el escepticismo sobre si el país puede ofrecer mínimas garantías de competencia, como para arriesgar grandes flujos de capital. Si para obtener una jugosa licitación, como la fallida del tren México-Querétaro, es necesario congraciarse con el poder presidencial mediante lujosa residencia, las Lomas de Chapultepec –el Bernárdez chilango– no alcanzarán jamás.

Si bien, la presidencia trató de justificar antes la baja popularidad de Peña hacia el interior, como consecuencia del malestar generado por la “incomprensión” de las reformas, Tlatlaya, Ayotzinapa y el affaire Casa Blanca han hecho que el desamor alcance sus tonos más graves: una indignación generalizada. Los miles de ciudadanos que han salido a las calles son muestra evidente del momento crítico. Y aunque el hartazgo salpica a todos los actores políticos –el jaloneo lamentable a Cárdenas y la guerra del todos contra todos del PRD son muestra de ello-, el mayor responsable de que el ojo del huracán se esté centrando en la figura presidencial es el propio gobierno de la República y, paradójicamente, el presidente mismo.

Más allá de la desastrosa conferencia de Murillo Karam, la presidencia ha cometido errores garrafales para contener una crisis que estalló desde dos frentes: la violencia y la corrupción. Si la respuesta de Peña ante el evidente conflicto de interés desatado por la Casa Blanca, fue sacrificar a su esposa, con resultados fatales, su actuar ante Ayotzinapa ha sido aún más temerario. A dos meses de la tragedia sus acciones y su discurso distan de lo que se espera de un Ejecutivo que gobierna la decimoprimera economía del mundo. La ciudadanía no anhela condenas ni pronunciamientos de solidaridad, sino la certeza de que se están atacando la inseguridad y la violencia con todos los medios del Estado. El rancio discurso de las fuerzas oscuras de desestabilización, evidencia más la ineptitud ante la crisis: de entrada, un gobierno que no sabe en dónde están 22 mil de sus ciudadanos es inaceptable para cualquier país que se precie democrático. Si verdaderamente es indispensable que el maquillista personal acompañe a la primera dama en las giras internacionales, quizás sea él quien pueda decirle al presidente lo que todos hemos aprendido en las revistas del corazón: en una democracia, como en la vida misma, el desamor se paga muy caro.

 

*Doctorando en El Colegio de México

 

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