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viernes, 3 mayo, 2024
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Viaje al pasado

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA •

■ Zona de Naufragios

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Si el viaje en el tiempo fuese posible, no me parece que octubre de 2015 fuese la fecha más apetecible para la elección de un viajero, pasado o futuro. Con toda seguridad y visto con ojo retrospectivo, hay momentos en el tiempo, épocas en la historia e incluso días particulares cargados de una significación que trasciende las barreras temporales: perdurables. Siguiendo ese razonamiento, el futuro, hoy mismo, mañana o pasado, cualquiera, también tendrá esos momentos fundamentales; sin embargo y dada la imposibilidad de esa traslación temporal, lo que queda es mera especulación. Lo que sí es muy factible, por otro lado, es la regresión en formas y modos, la reversión a tiempos pasados en los que, a diferencia de lo que el adagio sugiere, no siempre todo fue mejor.

No hay, me parece, experimento más fascinante que ver las cotidianeidad de las cosas con ojos ajenos o prestados. Suponer que uno no es quien es y ver las cosas como si le fuesen extranjeras. ¿Qué nos dice la imagen –nuestra imagen- del México del siglo XXI? Con certeza nos dirá muchas cosas pero quizá la más saliente sea la barbarie que impera a nuestro alrededor, una aparente renuncia deliberada a formas civilizatorias que hacen posible la vida en sociedad. ¿Cómo reaccionan esos ojos ajenos al exotismo de nuestra normalidad? Porque nadie, absolutamente nadie en cabal uso de razón, puede esgrimir que nuestra cotidianeidad es normal: es una regresión o viaje al pasado, es la vuelta de los tiempos en el que dada la ausencia de una estructura de autoridad general y aceptada, se imponía sobre los otros aquel que podía, aquel que contaba con la fuerza para someterlos a su voluntad, cualquiera que esta fuese.

No puede ser normal un país cuya realidad diaria incluye -pero no se limita a- una semántica criminal de colgados en puentes, desmembrados, extorsiones y secuestros; arbitrariedades institucionales que oscilan entre el abuso de su fuerza o la omisión de la misma; el ciudadano de a pie que resuelve su existencia también recurriendo a la violencia. ¿Qué es, si no, la terrorífica imagen de dos muchachos linchados por haber sido tomados por criminales, o de 43 estudiantes desaparecidos de la faz de la tierra como si jamás hubiesen existido, o de las ejecuciones extrajudiciales? El monopolio de la violencia legítima se ha atomizado y cada cual asume como normal y legítimo su uso:  la imagen de un país sitiado por la barbarie.

En buena medida, esa normalización de lo anormal ha sido posible dado su tratamiento: todo es excepcional hasta que a base de repetición se instala como rutina. La inmisericorde circunstancia y el creciente e inclemente individualismo han logrado tanto nuestra propia deshumanización como la del otro, haciéndonos insensibles, pero aún más preocupante, indiferentes al entorno. De ahí el peligro de trivializar la existencia del crimen, de tratarla exclusivamente como nota roja (Silva-Herzog Márquez, Reforma, 26/10/2015). La indolencia con que vivimos nuestra realidad, ese pernicioso ensimismamiento, únicamente sirve para atizar el fogón del aquelarre barbárico, la renuncia a la cruzada civilizatoria, pavimentando el camino que desciende a la anarquía, que, como se sabe, es el escenario predilecto de aquel que puede hacerse valer por encima de los demás. Y que lo hará, sin miramiento alguno.

La narrativa del México del siglo XXI de linchamientos y desmembrados, de la inexistencia de autoridades (y por tanto de los derechos que éstas deben velar),  florece en la ausencia de la justicia, de un agente institucional capaz de salvaguardar la integridad de los ciudadanos y reparar las injusticias, de un Estado que asume que el no mencionar algo equivale a su desaparición: el mantra invertido. Eso, aunado tanto a la ausencia de indignación como de empatía con el prójimo, representan el caldo de cultivo idóneo para la perpetuación de esa realidad bárbara inherente y siempre latente que muchos suponíamos había sido domesticada y condenada a vivir en un pasado si no muy lejano en el tiempo, al menos superada en las formas.

Los códigos civilizatorios han sido hechos a un lado por esta que, esperemos, sea una excepcionalidad bruta que nos tiene aprisionados. Nos queda alzar la voz y condenar esa barbarie primitiva por todos los medios posibles: subvertir la anormalidad y volver, ahora sí y definitivamente, al futuro. ■

 

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