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sábado, 11 mayo, 2024
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Oppenheimer, Harry Truman y la muñeca rosa

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Por: Mauro González Luna •

Le dedicaré cuatro párrafos a la película rosa que lleva el nombre de una muñeca de cuyo nombre no quiero acordarme, por lo que más adelante diré, para luego abordar cuestiones serias y profundas suscitadas por el gran filme: Oppenheimer. 

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La índole infantil de dicha muñeca y la mercadotecnia han hecho creer a un público expectante pero acrítico, que es apta para niños y niñas, con el fin de que se abarroten las salas. No lo es. Tras los colores pastel tan inofensivos, aparentemente, hay un mensaje ideológico de género, negro y adoctrinador, que a través de ciertas escenas, hace parecer normal lo que no lo es; natural lo que es antinatural.

No hay hondura conceptual alguna en dicho mensaje, como algunos dicen frívolamente; hay una tergiversación de la naturaleza humana que se encubre con betún. Eso es la película: un pastel rosa con honda capa de betún, endulzado con una dosis de veneno que, poco a poco, mata el alma.

En la película se menosprecia al hombre sin distingos, pero si éste hace el papel de mujer, de enfermera, de niña, entonces todo va bien. Es una forma de inocular en la mente de los niños, el veneno de la ideología de género que hace del capricho deseoso, y de moda, la norma del sexo al margen de lo biológico, del ser; que se trata de imponer, por todos los medios, ahora por los sutiles de color de rosa, para disimular la colonización cultural. Veneno ese que perturba, tarde o temprano, el alma limpia de los pequeños. El detestable machismo no se combate degradando la naturaleza humana, sino exigiendo el respeto incondicional a la dignidad de mujeres y varones por igual.

Tal perturbación en el alma de los niños no quedará impune conforme a la sabiduría evangélica: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar». Hablemos ahora de la película cuyas cuestiones sí valen la pena por trascendentes y aleccionadoras: Oppenheimer.

Robert Oppenheimer fue un genio, físico de altos vuelos. Se le considera padre de la bomba atómica. El alma del proyecto Manhattan, que fue integrado por eminentes científicos. Su objetivo: desarrollar la bomba atómica ante el inicio de la Segunda Guerra Mundial y la posibilidad de que Alemania o la Unión Soviética lo lograran. El objetivo se logró en los Álamos, población de Estados Unidos. El 16 de julio de 1945 se puso a prueba, exitosamente, la bomba atómica en las cercanías del poblado Alamogordo, Nuevo México. El nombre de la prueba: Trinity a la luz de un poema de Donne, según parece.

Es clave recordar aquí, que Alemania e Italia, desde mayo de 1945, ya se habían rendido incondicionalmente, poniendo fin a la Segunda Guerra en la Europa devastada. Quedaba Japón en el frente del Pacífico, a punto de rendirse por obvias razones.

Obtenida la bomba atómica, surgió el dilema entre los científicos de los Álamos de si se debiera usar o no, y en su caso, de qué manera. Franck, Teller, Lawrence y Szilárd, entre otros, se opusieron a su uso en áreas de civiles por considerarlo atroz, inmoral e innecesario. Pero no para Oppenheimer, en ese momento, deslumbrado por el resultado de Trinity, seguramente sintió realizadas las palabras del Bhagavad-Guitá: Si el esplendor de un millar de soles brillase al unísono en el cielo, sería como el esplendor de la creación... Más tarde el remordimiento no lo abandonaría, como veremos, pues era conocedor de antemano de los seguros efectos de una bomba atómica arrojada impunemente a una ciudad poblada de civiles.

En la conferencia de Potsdam, en julio de 1945, rendidas Alemania e Italia, «Stalin informó a los mandatarios estadounidense y británico que había recibido dos peticiones de los japoneses para actuar como mediador, con miras a poner fin a la guerra. Se había negado», conforme a cita de la filósofa Elizabeth Anscombe, discípula directa de Ludwig Wittgenstein en Oxford, conversa al catolicismo y catedrática en Cambridge, Inglaterra.

El presidente en turno de Estados Unidos, Harry S. Truman -de horrenda memoria- y aliados, propusieron a Japón una rendición incondicional deshonrosa para el emperador Hirohito, misma que fue rechazada. Truman ordenó entonces el lanzamiento de la bomba de uranio bautizada socarronamente como Little Boy, y la de plutonio, llamada Fat Boy, sobre dos de ciudades japonesas. El 6 de agosto de 1945 cayó la primera sobre Hiroshima, y la segunda sobre Nagasaki, el 9 del mismo mes, matando a cientos de miles de civiles, instantáneamente, y después a muchos más. En total: 230 mil civiles asesinados, niños, mujeres, ancianos.

Albert Einstein, Albert Camus, James Franck -integrante del proyecto Manhattan- condenaron el lanzamiento de las dos bombas, considerándolo un «Crimen contra la Humanidad», un acto inmoral.

Después de la matanza masiva del 6 y 9 de agosto, terminada una entrevista entre Truman y Oppenheimer, el primero llamo a éste «científico llorón» por haberle dicho lastimeramente al genocida presidente que él, Oppenheimer, tenía «las manos manchadas de sangre». Ese era Truman, al que la zalamera Universidad de Oxford le otorgaría el doctorado honoris causa en 1957.

Elizabeth Anscombe, la brillante filósofa antes citada, cuando supo que su alma mater le entregaría a Truman dicho doctorado, protestó enérgicamente mediante la publicación de un panfleto saturado de irrebatibles argumentos de naturaleza ética, titulado: Mister Truman’s Degree. 

En dicho panfleto, Anscombe dijo: «Decidir matar a los inocentes como medio para un fin siempre es asesinato». El fin no justifica los medios porque la persona humana nunca es solo un medio, sino un fin en sí mismo, como bien dijo Kant. Por tanto, las seudo éticas consecuencialistas como el utilitarismo, son falsas, erróneas.

Un lector del panfleto escribió a Anscombe: «Leímos en nuestro periódico sobre su oposición a Truman. A mí tampoco me agrada, pero ¿Sabía que, durante la guerra, los ingleses bombardearon los diques de nuestra provincia, Zelandia, una isla donde nadie podía escapar a ninguna parte? Donde la población entera se ahogó, niños, mujeres, agricultores que trabajaban en los campos, todo el ganado, todo, cientos y cientos, ¡y éramos sus aliados! Nadie habla sobre eso. Quizás sería bueno saberlo. O recordarlo».

La Corte Suprema de Alemania en 2006, lo recordó bien al echar abajo una ley que permitía al gobierno alemán derribar aviones que llevaran civiles en casos de ataques terroristas, como los del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos. La declaró inconstitucional por considerarla «incompatible con el derecho fundamental a la vida y con la garantía de la dignidad humana» de los pasajeros inocentes de las aeronaves. Con esto termino el artículo, esperando haya sido de interés para el amable lector.

Dedico este texto con entrañable afecto y admiración, a la memoria de mi queridísima e inolvidable madre, Eloísa Mendoza Fernández, mujer excepcional, bella, virtuosa, entusiasta hasta sus 96 años, enamorada de su patria, declamadora sin par, católica ejemplar con alto sentido social. Cuando yo era niño me contaba la historia de la Segunda Guerra Mundial y el condenable papel desempeñado por Truman. Ya descansa mi mamá en paz al amparo del Altísimo y de Santa María siempre Virgen.

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