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domingo, 28 abril, 2024
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Utopías de la concupiscencia

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO •

Fredric Jameson abre su “An American Utopia. Dual Powerand the Universal Army” (Verso, 2016) con la frase: “Hemos presenciado una disminución en la producción de utopías en las últimas décadas”. Sostiene que la última gran utopía americana fue “Ecotopía” de Ernest Callenbach en 1975. Si las utopías han sido siempre una meditación sobre el poder, resulta que es precisamente en el fracaso de la teoría política contemporánea donde reside esa incapacidad intelectual de pensar en otra forma de la sociedad humana. Pero no solamente ahí, sino también en la ausencia de cualquier programa de la “izquierda” que, al haber renunciado a la revolución y abrazado la “reforma del Estado” o la construcción del “Estado de bienestar”, implícitamente se une al programa de la derecha, que es el único “realmente” viable pero que de utópico, en el sentido que podemos extraer del utopismo clásico de Lenin en “El Estado y la revolución”, no tiene nada. Jameson propone pergeñar nuevas utopías, para lo que propone encontrar, primero, un “poder dual” que pueda ir supliendo poco a poco las funciones estatales, hasta que definitivamente se extingan. Él cree que el ejército es el único agente capaz de lograr eso. Ni los partidos ni los movimientos sociales ni las minorías ni la sociedad civil tienen la capacidad de destruir el tinglado estatal, en particular porque codifican sus demandas sobre los medios estatales, confiriéndole legitimidad a aquello que deberían ir minando poco a poco. He aquí otra frase de Jameson (op. cit. p. 27): “Ningún cambio sistémico genuino, aquí, puede tener lugar sin la abrogación de la constitución”. Y es, de nuevo, el ejército el único actor al margen de la constitución, manteniendo con ella una coexistencia sin subordinación. Por eso Jameson propone como elemento de su programa político-utópico la “conscripción universal” para transformar el ejército de una “cueva de mercenarios” en un auténtico ejército popular de masas. Dejemos los detalles de la utopía de Jameson, tomemos su diagnóstico del presente: la izquierda mexicana, sea eso lo que sea, carece de programa político y, por ende, de genuina capacidad de cambio. Carece de ese programa porque renunció a la “utopía” en favor de la sobria vaguedad de los programas sociales que, si algo hacen, es reforzar el control estatal sobre la población con los partidos políticos como sus operadores. Tal control sobre la población tiene la función de impedir la autoorganización y, por tanto, la posibilidad de construcción de un poder dual ya que, al depender de los programas sociales, la población renuncia a su capacidad de pensar sobre su propia situación y la manera de salir de ella. Si tal es la situación de nuestro presente resulta obvio que el cambio social tiene una probabilidad computable en cero. Los únicos agentes que se pretende pueden realizarlo son los partidos políticos, que están comprometidos con la forma estatal porque de ella emanan. Todo otro actor, en tanto no este reconocido dentro de las formas legales estatales, es criminalizado, deslegitimado y condenado. Una auténtica distopía estática con el poder judicial y legislativo como guardianes. Si en el contexto norteamericano, según Jameson, las utopías fenecieron en 1975, ¿cuándo dejaron de ser producidas en México? Lo siguiente es una hipótesis que, como las de Jameson, quiere provocar el debate, no santificar un sermón. En gran medida las últimas utopías producidas en México no salieron de la literatura, y no saldrán ya debido al control estatal sobre su producción y distribución, sino que fueron apareciendo como “contratos colectivos” de trabajo en los años 70 en las universidades públicas. En esos contratos se postulaban jubilaciones sin límite de edad, con nulas cotizaciones (las pagaría el Estado dadivoso) e íntegras, promociones por antigüedad sin tomar en cuenta títulos académicos o productividad, servicio médico gratuito, despensas, años sabáticos, escala móvil de salarios y retabulación anual. Una persona podía ingresar a la universidad sin más estudios que los de secundaria y lograr altos salarios sin más esfuerzo que el paso del tiempo. Esas sí eran utopías que, por un momento, parecían abiertas a todas las personas. Pero apenas se habían instalado comenzó su “deconstrucción”, ideológica y económica: se redujo el presupuesto a las universidades y se introdujo la ideología de las empresas. Los académicos debían ser productivos, las jubilaciones debían ser financiadas por ellos mismos y no incluir nada que quede al margen de esos dineros. Por tanto deben existir límites de edad y cotización obligatoria para poder tener derecho a una jubilación. Se deben exhibir títulos académicos y entrar al circuito internacional de publicaciones (o hacerse dueño de una editorial simbiotizada con la universidad) pero, sobre todo, se debe creer que no hay otra manera de hacer las cosas. Eso es lo que marca el fin del pensamiento utópico y la bancarrota de la “ciencia política”. Por eso las universidades y sus intelectuales han perdido la capacidad de generar los poderes críticos capaces de pensar otro mundo. Todo lo que piensan ya debe tener cabida en este mundo y ser útil para el manejo del Estado y sus emanaciones. Pensar en el sujeto del cambio es una tarea urgente que no  hay quién la realice.

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