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sábado, 18 mayo, 2024
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La chilangada del Kopi Luwak

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

La iniciativa primigenia por saber a qué sabe el café más caro del mundo —cosa que sí puedo asegurar porque mi tarjeta de crédito tuvo que asumir el cargo, mas que sea de los mejores no lo sé todavía y eso me causa una verdadera rabia— me hizo desestimarla un importador chilango, de insumos gourmet, que aseveró que no valía la pena el gasto: “si en verdad quieres probar un buen café, están las arábicas de Malongo: el Blue Mountain de Jamaica, el Haitian Blue, el Guadeloupe; el otro es una mierda publicitaria que hace honor al marsupial que lo defeca”. No me arrepiento haber seguido el consejo hasta antes del punto y coma; lo que sí lamento fue haber postergado la búsqueda inicial hasta olvidarla por completo. Pasando unos días en la Ciudad de México y, en la breve libertad que llegué a tener en un hotel en la colonia Roma, renació la otrora curiosidad hasta entonces incumplida. Una rápida consulta arrojó que un elegante restaurante de Polanco abrigaba la exclusividad de compartir tal excentricidad. Consulté con Malinka, mi mujer, y después de confirmar la apuesta de rigor, cada quien aseguró su bolso de piel, con sus debidas pertenencias, y salimos a tomar un taxi.

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Años antes, Malinka había sufrido una experiencia transitoria en los talleres de fotografía del Laboratorio Mexicano de la Imagen. La lección le sirvió para darse cuenta de dos cosas que, en aquel momento, podían entenderse como conjeturas que aún no era posible confirmar: o ella no era tan incipiente en el oficio como alguna vez lo creyó o los chilangos tienen una forma bien ensayada de embelesar a quien confía en su palabra. Claro está que no siempre es así, pero de vez en cuando dan ganas de aplicar esa frase que en ocasiones he escuchado por allí: “haz patria y mata a un chilango” —en el entendido de que la gente ojete no se circunscribe a un territorio en específico sino que, por una extraña razón, puede coexistir hasta en los confines del universo—. Luego de cierto tiempo, cuando ella tuvo la fortuna de convivir con Miguel Oriola y otra pléyade de fotógrafos de la Escuela Efti de Madrid, corroboró lo que alguna vez sospechó gracias a la gran intuición que Dios le ha dado y le permite identificar a diez leguas a la redonda al títere farsante que no puede encubrir, bajo la mirada de sus ojos verdes, su personalidad de timador: ella no estaba tan lerda y los chilangos no son tan chingones como suelen pregonar.

Y precisamente sobre ello versó la apuesta: ¿cuánto va a que salen con una chilangada con el Luwak? Si es así, yo pago la cuenta —tuve la estúpida valentía de aceptar el reto sin chistar—. Cada indicio en el desarrollo de los acontecimientos avizoraba las conjeturas de mi mujer, a saber: antes de tomar nuestra orden, un cliente hizo acto de presencia para devolver una tarta de trufa que no le sabía nada bien: por equivocación, en lugar de azúcar, habían vertido sal en el pan; cuando pregunté sobre la medida de agua en la preparación, el mesero balbució algo confuso que no entendí del todo: dijo que el shot era poco más que un espresso y, antes de irse, inquirió si íbamos a pedir una o dos tazas, dando a entender que el shot de poco más que un espresso sería suficiente para ambos; previo a servirlo, hicieron la ridícula escenificación de presentarnos al Kopi Luwak, no a la civeta que lo caga, sino al grano —como si eso asegurara que no habría un intercambio antes de llevar a cabo la molienda—; la tardanza en la preparación sobrepasó el límite de la tolerancia: media hora de espera para tener sobre la mesa un par de cafeteras italianas de inducción, de un sistema caduco que quema y diluye la esencia de la arábica, suprimiendo su denominación de origen, uniformando las delicadas notas que hacen las grandes diferencias entre los mejores cafés del mundo: el aroma intenso; el cuerpo estructurado, potente, sedoso, aterciopelado; la acidez controlada; el amargor neutralizado por los indicios de cardamomo, vainilla, cacao, frutos secos; el perdurable retrogusto. Todo lo anterior, pues, diluido por un cacharro años luz a la sofisticación que hace posible la base de un café de altura: el espresso.

Al probar la flácida composición negruzca escaldé mi lengua. No solamente el caldo de Luwak hervía y quemaba al contacto, también el acero de la cafetera era una superficie ardiente, imposible de coger sin mediar una servilleta de tela. Tras aguardar lo necesario, volví al acecho para confirmar que no sabía a nada, tan sólo unos asomos en la lejanía, aunque suficientes para comprobar, una vez más, que aquel importador chilango se había ido de bocazas. Tengo una sospecha: ese café no es para nada malo y con seguridad le compite a los ya mencionados. Antes de retirarnos, pedí hablar con el maître del lugar, un francesito que, tras cuestionarle el porqué de la técnica de filtrado, terminó parloteando, en un castellano atropellado, una justificación mullida y esponjosa llena de subjetividad: “la asesoría de un cafetólogo confirmó que éste es el mejor método para lograr la experiencia completa”. Sobra decir que perdí la apuesta con Malinka y me vi obligado a firmar el voucher bancario por la grosera cantidad de mil doscientos pesos —480 pesos por cada taza más el porcentaje de la propina—: otra chilangada más. ■

 

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