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viernes, 3 mayo, 2024
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Nuestros nuevos presos políticos

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Por: JORGE A. VÁZQUEZ VALDEZ •

  • Perspectiva Crítica

Los presos políticos del México de mediados del siglo 20 a la fecha forman parte de una larga y dolorosa tradición que está lejos de desaparecer, y la cual, a pesar de comenzar a gestarse mucho antes, desde este punto se ha venido reforzando bajo tres fenómenos: el carácter autoritario del gobierno y la concentración de poder en la figura presidencial; un sistema judicial y militar que funge como aparato represor y de extorsión, y una serie de ajustes a nivel legislativo que se orientan a la criminalización de los ciudadanos y no a contrarrestar las amenazas que sobre estos se ciernen.

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Esa tradición tiene uno de sus puntos más sensibles en el encarcelamiento de estudiantes, luchadores sociales e individuos que representan una amenaza contra el régimen -principalmente el priísta y en segundo plano el panista-, muchos de los cuales fueron recluidos en lugares como el palacio negro de Lecumberri desde finales de los años 60, y ahora son confinados a cárceles de máxima o mediana seguridad. Sin embargo la criminalización de ciudadanos ha pasado de restringirse a los motivos políticos a relacionarse con razones económicas e incluso criminales, ello en virtud de que los gobiernos federales –tanto priístas como panistas- han robustecido sus cotos de poder mediante los negocios turbios con los sectores empresarial y criminal. Los ciudadanos que afectados por esta realidad han protestado ya sea de forma pacífica –mediante marchas y otras acciones sociales- o armada -como en el caso de las autodefensas que han surgido en diversos puntos del país- son potenciales víctimas del autoritarismo.

En México este esquema de criminalización tiene varios niveles, pero los más visibles durante los últimos años radican en la detención y encarcelamiento de ejidatarios que se han resistido a ceder sus tierras, ya sea a empresas transnacionales o a modernos terratenientes; de sindicalizados y trabajadores que se han opuesto a la vulneración de sus derechos frente a la oleada de disposiciones laborales que alientan el libre despido, los salarios de hambre y regímenes como el outsourcing o el offshore outsourcing; de quienes defienden la educación gratuita y de calidad de cara a la voracidad de la iniciativa privada, y en últimas fechas la persecución y encarcelamiento de quienes se han levantado contra la hiperviolencia que ejerce el narco. El común denominador entre estos casos es el interés económico como trasfondo, lo que en el marco del modelo neoliberal vigente y la extensa corrupción se ve ampliamente potenciado.

Pero incluso al margen del interés económico esta situación genera olas de contagio, las cuales mantienen como constante el abuso de poder. Dos botones de muestra muy recientes son la detención y encarcelamiento de colonos de Tultitlán, Estado de México hace apenas unos días, debido a que rellenaron baches de calles y avenidas ante la omisión de las autoridades de brindar este servicio, y la aprehensión y encarcelamiento de Ernesto Aguilar Martínez, activista y doctorante de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), acusado de “tocar un seno” a una policía del Metro Mixcoac. Tras la intervención de la organización Artículo 19 y la presión en las redes sociales Aguilar fue liberado, y trascendió que el motivo real de su detención fue que estaba grabando a los policías para exhibirlos.

De acuerdo a la Liga Mexicana por la Defensa de los Derechos Humanos (Limeddh) las cárceles mexicanas albergan a más de 300 personas por motivos políticos, y un buen número de éstas ha denunciado acoso, fabricación de delitos, amenazas o torturas que incluyen la asfixia con bolsas de plástico, inmersión en agua, toques eléctricos en los testículos y otras partes del cuerpo, así como amenazas y tortura a familiares. No obstante es casi seguro que el número de casos sea mucho mayor, y resulta notable que entre los afectados se encuentren simpatizantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), integrantes de diversas asociaciones campesinas, indígenas o militantes de izquierda.

Ahora bien, es necesario precisar que esta situación no es la génesis del fenómeno, sino su correlato, el efecto del sello autoritario priísta y los tres elementos mencionados al inicio de este texto, los cuales conforman una estructura que atenta seriamente contra la población. El primero de estos ejes tiene origen en el Pacto por México, el cual conlleva que la oposición política diera su respaldo a Enrique Peña Nieto, vulnerando el equilibrio que debe existir mediante la separación de poderes al afianzarlo en la esfera legislativa. Desde entonces la pinza se ha venido cerrando sistemáticamente, dando mayores atribuciones a Peña en materia de seguridad pública, del sistema penitenciario, vigilancia fronteriza y protección civil.

El segundo eje representa el regreso a los tiempos del priísmo que contaba con un brazo represor constituido por la policía y el ejército, al más puro estilo de Miguel Alemán, Luis Echeverría o Gustavo Díaz Ordaz, sólo que ahora reforzado con nuevas prácticas de extorsión y robo descarado contra la población. El tercer eje pretende dar mayor poder a policías y ministeriales con tentativas como la “Ley bala” para legitimar el uso de la fuerza, y el aumento de penas contra quienes “agredan” a los uniformados en mítines o marchas, lo cual fue avalado por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF), y en el fondo busca criminalizar la protesta pública. En los hechos todo esto permite que los agentes detengan sin mayores restricciones a prácticamente cualquier ciudadano, su proceso se agilice para ser trasladado a una prisión y las penas que deba cumplir sean más elevadas.

Hoy por hoy levantar la voz en México se ha convertido en una suerte de ruleta rusa, cuyos efectos negativos son directamente proporcionales a expresar nuestra inconformidad, denunciar abusos y delitos de nuestros gobernantes, o a la simple necesidad de que las autoridades encuentren un chivo expiatorio. ■

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