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sábado, 27 abril, 2024
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Debí comprar el cu-cú

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Por: MILO MONTIEL ROMO •

A veces, cuando me paro frente a la ventana, puedo atrapar esta paz espesa, pesada, que detiene el tiempo. Y es que aquí, de pie, todo cambia, veo el viento que se arrastra pesadamente y se escucha el golpe de la luz del sol cayendo sobre el asfalto caliente de la calle. Ni siquiera me atrevo a mover la cortina transparentosa. Sólo veo hacia afuera. Primero un durazno que sufre el calor callado afuera; una lagartija que se niega a moverse mientras no haya que hacerlo.

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Un poco de césped sediento que espera que el sol no esté para que el agua del riego llegue. Luego una reja con pequeños postes puntiagudos que viven su frustración, pues no hay nadie a quien ahuyentar con su amenaza de dolor. Desde la sombra caliente estoy frente a un mundo que se detiene atontado por el calor seco y brillante del medio día. Si me atreviera a moverme, a cruzar caminar el cuarto hacia la izquierda y llegar a la puerta, abrirla y salir a este jardincillo sediento, podría tomar un pedazo de luz de sol y con ella en la mano, regresar rápidamente con este pequeño robo que quemaría mis manos más allá de lo que podría ese kilo de tortillas que quemaban mis manos cuando mi mamá hace muchos años me pedía que fuera por ellas.

Así, con las manos quemadas, recorrería esta casa sin muebles hasta el closet que improvisamos y lo guardaría en un pequeño baúl que espera vacío este pedazo de luz que cosecharé uno de estos días. Mientras, me conformaré con esta paz amenazante que veo desde mi ventana. Entonces, no se cómo, un carro pasa lentamente, como uno de esos barcos que navegan por el polo norte rompiendo el hielo, y pasa pesadamente atravesando la cortina fotónica con el metal caliente arrastrado por las llantas que se derriten a cada giro sobre el asfalto, imagino que el hule se va quedado de forma líquida sobre la calle negra. Pero lentamente desaparece de mi vista dejando la estela ruidosa de un motor que se rehúsa a ser olvidado. Detrás, nada. Quizá sólo el aire caliente que sube y que provoca la visión de un mundo distorsionado por el vapor.

La vida huye del calor, todo duerme o vive un estado de somnolencia mientras el segundero se desplaza de forma pesada por encima del tiempo gelatinizado y yo sé que tendré que salir a esta atmosfera sofocante y pesada, pero no quiero y me quedo aquí, parado, viendo desde la ventana Adivino que no hay una sola nube en el cielo, conozco ese azul inmenso que reta a la comprensión pues no puedo imaginar el infinito, aunque lo vea y me engaño percibiendo como un techo azul a esa sensación en la que se resbala la vista, yéndose sin que nada lo detenga, ni una nubecita, un rayo, un avión, un cable, algo, sólo se escapa. Y es que el cielo es incomprensible, al igual que el infinito y los colores. Porque ellos sólo tienen relación con las cosas, pero es imposible describir o conocer un color sin depositarlos en algo de lo que si podamos hablar. Y decir que el cielo es azul es un doble precipicio, el azul como cosa descriptible no existe, como tampoco podemos describir la inmensidad del cielo. Vemos el cielo, vivimos el azul y estamos imposibilitados a hablarlo, a tomarlo, aunque eso no nos impide hacerlos camisetas y tazas y canciones y venderlos. Y yo estoy aquí, parado frente a esta ventana mientras veo la calle en medio de la inundación solar, sudando, callado, frente a una cortina donde se trasparenta el horrible calor de abril. No se oye nada, quizá el avance lento del tiempo.

Pienso en aquel día en la feria en que no quise comprar ese reloj cucú porque sentí que estaba caro, pero hoy me gustaría que el tic-tac regular rompiera este silencio caluroso, pegajoso. Es verdad, podría poner el radio, o música, pero no quiero dar un paso. Estoy petrificado por el calor como la Edith bíblica. Estoy convertido en sal. Lentamente un triciclo pasa con su termo de plástico lleno de tortillas y su batería de carro que mantiene con vida un pequeño reproductor de mp3 y una bocina para repetir hasta el cansancio que llegaron las tortillas. Lentamente avanza con sus bolsas de chicharrón amarradas a la estructura del vehículo, mientras el mismo muchacho de todos los días pedalea pesadamente debajo de una gorra con un gallo bordado en el frente. No voltea hacia el frente, mira sus pies mientras éstos empujan el pesado carrito. Metro a metro avanza con un ritmo lento y constante, sin que su mecánico cantar tenga respuesta en ninguna de las casas.

Avanza bajo el sol, balanceándose para tratar de imprimir fuerza a cada pedaleada. Lo veo cansado mientras su camisa vaquera y sus botas polvorientas anhelan otros espacios, otros calores, otros sueños. Pasa frente a mi sin darse cuenta y se pierde a la derecha, siempre a la derecha mientras su cantaleta que repite incesantemente que llegaron las tortillas, se aleja hasta desaparecer. Nuevamente el silencio de la tarde. Aquí nunca pasa nada, no pasa nadie. Estas casitas semi vacías están hechas para refugio de gatos y hierva mala, para familias que aceptan la poca agua y la mucha distancia a la cabecera o para caracoles y ratas. Espero, espero en este cuarto vacío, sé que llegarán en cualquier momento y todo está listo, mientras no pienso hacer un solo movimiento. La cochera está abierta para que no tengan que detenerse. Ellos llegan, yo me voy sin hacer preguntas. Mientras, el sol y el tiempo son míos antes de que todo cambie, que el aire respirable se vuelva espeso y el dolor se extienda por la casa, yo no moveré un músculo y esperaré tranquilo. Llegan. Se escucha la camioneta ruidosa y rápida que rompe con el orden impuesto.

Todo, el aire, el sol, el durazno, el calor, se cimbra ante el golpe de quien irrumpe. Corro a la puerta de la cochera y la agarro para mantenerla abierta mientras la camioneta entra. Cierro rápidamente la puerta y corro a abrir una puerta que desde el garaje lleva a la cocina. Bajan dos de la cabina del vehículo y de la parte de atrás, de la caja, de un salto, los otros dos que venían ahí sentados. Éstos se apresuran a abrir la puerta de la caja y jalan un cuerpo que se queja. Cuando cae pesadamente al suelo sólo atinan a decirme. – ¡Largo de aquí! Me voy sin decir nada. Salgo y camino entre la caída del sol hasta desaparecer.

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