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viernes, 26 abril, 2024
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El Escapulario II

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Por: JUAN ANTONIO VALTIERRA RUVALCABA •

Se descolgó el escapulario que traía guindando en su pecho. Lo besó por ambos lados. Se quedó viendo las costuras deshiladas por el uso de los años. Su mamá lo puso ahí en el cuello para que a diario se encomendara, obviamente tendría que persignarse y orar en silencio para sí y pedir su buenaventura del día.

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Quizá hoy no sería un buen día. Su madre le pidió que jamás se lo quitara. Había roto ese compromiso. No por socarrón sino porque ya estaba muy viejo y deshilachado, de los cuatro hilos torcidos originalmente solo uno sostenía el trajín diario de sostener la carga de los pedidos y de hacer los milagros de quien lo portaba.

Los tres niños de más o menos 5 años en promedio se fueron a unos surcos que con el tiempo erosionador se convirtieron en ríos también por la lluvias que de repente se dejaban venir como tromba que quisiera acabar de desgraciar más a esa gente.

Ahí estaban escondidos. Uno se asomaba para ver que no viniera algún adulto. Eran tres picaros menores de edad que de las artes del sexo solo sabían lo que veían de los animales que se apareaban. Pero veían y miraban sin censura y sin rubor como esas bestias se mostraban sus afectos.

Veían e imitaban. Se tocaban entre si y mejor si eran del sexo opuesto.

Uno de los tres era niña. Se llamaba Gloria y desde hacía días que ella se dejaba tocar entre las piernas por los dos rapazuelos. Ellos le decían que se fuera con ellos a jugar a los esposos. Al acceder pidió que nadie dijera nada si se iban los tres. En contubernio andaban y así querían seguir en sus juegos.

Escondidos jugaban a que el esposo debía quitarle los calzones a su mujer y luego meter su gusanillo en su cosita. Así lo hizo uno y luego el otro, pero se espantaron porque de pronto salió sangre y al dase cuenta de ello, los tres salieron del hoyanco a toda carrera. Ellos se guardaron sus pequeños penes y ella se subió sus infantiles calzones. Gimoteaban espantados. Se culpaban por haber hecho eso. Nadie debía decir nada a sus respectivos padres.

Si cualquiera de los padres se percataba, la cueriza que le darían. Imagínense una criatura de esa edad con sangre en los calzones. Seguro era para ponerle una surra fenomenal para educarlo en las buenas costumbres.

A los dos días, Juan que debió haberse bañando desde el lunes fue sentenciado por su mamá que iría al baño seguro ese miércoles.

El infante no se quitaba los calzones para nada. Ese día su mamá se los quitó entre el agua, luego de ordenarle que se sentara. La mancha seca lo delató.

Una sonora nalgada siguió a la pregunta: – ¿Qué hiciste muchacho de porra? Dime la verdad porque si no le diré a tu papá…

El infante lloró y entre nalgada y nalgada la mamá nada le sacó.

-No sé, mamá…¡no sé qué me pasó!

Ellos vivían alejados de la vida cotidiana de las ciudades mundanas, de dónde sacarían esas malas acciones los niños. Nada se supo.

Días después se encontraron los tres en el basurero buscando cositas.

Ahí conversaron agacharon sin mirarse los rostros de lo que había ocurrido a uno de ellos.

Juan confesó que antes de lo ocurrido, él se había quitado un escapulario porque ya estaba muy viejo y le estorbaba y le provocaba comezón en el cuello, la espalda y el pecho. La mamá le había dicho que ese objeto era poderoso y que nada le pasaría siempre en cuando lo trajera, que por favor no lo dejara en casa u otro lugar.

El creía que por eso les pasó lo que les ocurrió. Juraba no volverse a deshacer de ese escapulario por viejo que estuviera. Quien quita y sí lo proteja.

El tiempo transcurrió y con ello su vida también. Hoy se encuentra anclado a su vetusto y enigmático pedazo de tela que lo ha cuidado en estos años. No se puede quejar tiene salud, trabajo una familia y en esos de amores furtivos no canta mal las rancheras. ■

 

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