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domingo, 28 abril, 2024
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2 de Octubre. La noche de Tlatelolco

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Por: JORGE HUMBERTO ARELLANO •

A 51 años, un poco antes del 2 de Octubre del año 1968, la protesta estudiantil, principalmente preparatoriana, hizo presencia en las calles en contra del totalitarismo gubernamental y el control férreo de todos los aspectos de la vida, en general, representado en México por el Presidente de la República Gustavo Díaz Ordaz. Impertinencias oficiales contrapuestas a los deseos de libertad de una juventud del país influenciada por nuevos paradigmas, en plena demanda de una liberación que se hacía sentir a nivel mundial. La pretensión de nuevas formas de relación comunitaria, emancipada de las imposiciones del gobierno, de la familia y de la iglesia, que caracterizaron el deseo extensivo de un amplio sector del conjunto de los habitantes del país necesitado de ser reconocido como entes propositivos y productivos hacía sentir su poder, identificándose en un breve segmento temporal del desarrollo humano: la juventud.

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El pliego petitorio de las fuerzas estudiantiles de México se vio fortalecido por esos deseos de libertad en la toma de decisiones y en contra de un régimen absoluto que imponía modelos conductuales para la sociedad mexicana y sus jóvenes, acordes con la visión de la moral y las buenas costumbres de un Gobierno Federal que intentaba posicionarse en la historia como el ejemplo a seguir en cuanto a la conducción social y la organización de eventos deslumbrantes, que aparentemente posicionarían a México como el arquetipo de la intervención gubernamental, a nivel mundial. Para Gustavo Díaz Ordaz, el país necesitaba el reconocimiento sobre lo que un país subdesarrollado podía producir en los diferentes planos: logros equiparables a los del “primer mundo”.

La confrontación surge en las preparatorias. Se presenta una disputa entre estudiantes y termina con la intervención de la policía en las propias escuelas. Se aproximaban los Juegos Olímpicos; era el momento oportuno para mostrar las vanidades de un gobierno que estaba “haciendo las cosas bien”, y ante los rumores de la sublevación social, no se iban a permitir muestras de descontento en una “sociedad feliz”. El 26 de Julio de 1968, cientos de estudiantes se volcaron a las calles para protestar contra la represión e intervención policíaca que había dado muestras de la barbarie más irracional en contra de dos grupos de estudiantes que aparentemente disturbaban el orden público. La intolerancia policíaca convirtió un problema, intrascendente, en una de las muestras más sanguinarias de cómo se combaten los problemas políticos. El conflicto se masificó, y ya no eran solo los estudiantes, sino los profesores y los padres de familia. Obreros, gente del pueblo, se inconformaron ante tales muestras de brutalidad. Lo que al principio surgió como una protesta aislada, se convirtió en una protesta organizada.

El presidente de la república sintió que su autoridad estaba siendo amenazada cuando las manifestaciones le hacían el reclamo de fascista y represor. Como muestra de las inconformidades hacia el presidente absurdo, negativo y obsoleto, se escuchaba en las consignas “Sal al balcón, hocicón”, por las características faciales del mandatario. “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticables, todo tiene un límite; no podemos permitir que se siga quebrantando el orden jurídico”, fue la respuesta pública del “señor” presidente.

Ante el llamado de los líderes estudiantiles para el mitin del 2 de Octubre, miles de estudiantes llegan a la plaza de las Tres Culturas sin sospechar que el gobierno había decidido acabar con el movimiento estudiantil. Construida sobre las ruinas de la antigua ciudad azteca de Tlatelolco, al frente de la cual se encuentra la iglesia colonial de Santiago, al Sur una torre moderna en la que se establecía la cancillería mexicana, y al Este el edificio Chihuahua, la plaza resultaba un lugar ideal para la emboscada. Varios escuadrones militares se movilizaron en las calles aledañas, al mismo tiempo que tanques, policía y camiones militares. Los líderes hablaban desde el tercer piso del edificio Chihuahua. Comenzaron a volar los helicópteros; se observaron bengalas verdes, e inició la balacera. Soldados a trote bloquean dos de las salidas de la plaza. Los manifestantes corrían en una sola dirección sin considerar las bayonetas en la punta de los fusiles. Casi todos los líderes del movimiento fueron capturados esa noche, al costo de la masacre.

El Batallón Olimpia fue creado para garantizar el buen devenir de las jornadas deportivas de carácter mundial, pero éste subconjunto de militares jugaría un rol especialmente protagónico en la noche de Tlatelolco: los militares de guante blanco, ubicados principalmente en algunas viviendas del edificio Chihuahua y cuya principal función era la detención de los sublevados. No fue el ejército mexicano el que inició la matanza de Tlatelolco, según los informes posteriores; fueron los francotiradores, como reconoció el Secretario de la Defensa Nacional Marcelino García Barragán, antes de morir: fueron integrantes del Estado Mayor Presidencial quienes iniciaron las hostilidades.

El espíritu genocida de Díaz Ordaz justifica la masacre como Enfrentamiento entre estudiantes, ejército y policía. Cientos de víctimas son tirados en el mar e inicia la etapa del México oscuro conocida como Guerra Sucia, en la que la represión, las desapariciones forzadas y los encarcelamientos injustificados representaron el signo de lo cotidiano. La tortura física y psicológica y los fusilamientos simulados se normalizaron, y el Palacio de Lecumberri denotó la más oscura imagen del sistema carcelario del país, al que fueron condenados un sinnúmero de perdonas cuyo principal delito era el de no coincidir con el “progreso” propuesto desde las más altas esferas gubernamentales… ■

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