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sábado, 4 mayo, 2024
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Mis dos becas

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

A primera hora del día me sentí el más infeliz de los seres humanos, tan seguro estaba que a partir de ese momento no volvería a escribir que tiré a la basura mi kit de escritor: cinco libretas, tres plumas, mis camisas de cuadritos, cafetera para diez tazas de café, incluidas las de capuchino vainilla, que era lo que bebía la mujer con la que salía en ese entonces, cigarrera dorada y un Zippo plateado con la sombra de Dostoievski grabada hurtado de un Sanborns.

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Hasta ahí iba a llegar mi corta carrera como escritor, y luego de llorar sobre Las palmeras salvajes de Faulkner ante las preguntas insistentes de mi madre, quien pensaba que no me habían aceptado en la UNAM, lo cual para ella sí era una desgracia, me dije: pues si Dios no quiere que el gobierno me estimule económicamente, ya le podían dar por culo a Dios y a todos los que se encargaron de seleccionar los proyectos; memoricé los nombres, sabía bien que me los iba a encontrar, que la vida me concedería la fortuna de mentarles la madre frente a frente, de hacerles ver lo equivocados que estaban, eso si es que me escuchaban después de mentarles la madre, claro.

Salí de casa, azoté la puerta, mi madre suspiró y me fui echando pestes, secando mis lágrimas, arrepintiéndome de la carrera que había escogido, otra vez me fui en contra de Dios y ahora agregué a mis maestros de literatura de la prepa, si al menos me hubieran dado un poco del talento y de los viajes, con mota y reales, de Bolaño, si al menos me hubieran hecho corredor de parques y renegado de la cultura japonesa como Murakami, si me hubieran dado una vieja tan buena como la de Fuentes o una voz amariconada como la de Paz… en fin, en eso sonó lo que era mi primer celular; al contestar, una voz medio adormilada me gritó: felicidades, señor becario, y cuando supe de quien se trataba le exigí una explicación, acabo de ver la lista de resultados y ¡te quedaste!, contuve durante algunos segundos la respiración, le dije que no había visto mi nombre, me dijo sí, ahí estás, y volví a llorar, esta vez de emoción.

Regresé de prisa, encendí la computadora, llegué a la lista, nombres y más nombres, malditas y mil veces malditas actas, ¿a quién carajos le importa saber los nombres del comité de selección?, sí, señores, sabemos que también ustedes cobran, y bien, por hacer un trabajo que debe ser algo así como una reunión con el diablo para decidir quién entra y quién no al infierno, un auténtico lío, y leer cientos y cientos de proyectos, en fin, que les den por culo también, importa que te dieron la beca y punto, que a partir de ese momento serás un burócrata cultural y cobrarás mes con mes el dinero que sale de los impuestos de los miserables iletrados que con trabajos alcanzan a comprar la lista de útiles para sus hijos, y si tienes un Internet lento, como en ese entonces lo teníamos en casa, tardabas horas en descargar los resultados, hasta que por fin, otra vez… nada, había dos Garduño, pero ninguno de ellos era yo, ¿entonces?, me volvió a marcar mi amiga, te equivocaste, le dije, y luego le colgué, era mejor hacer eso a pedirle que le fuera a jugar ese tipo de bromitas a su santa madre.

La segunda ocasión la culpa fue mía por hablador, por fanfarronear con mi amigo que aquella beca era cosita fácil, cuestión de unos trámites.

El primer problema fue dar con la dirección de las oficinas donde se tenían que dejar los papeles, pasamos frente a un mercado en tres ocasiones, preguntamos al mismo señor en dos ocasiones y el muy cabrón nos mandó a la misma dirección equivocada otras dos veces con una sonrisita que nos advertía lo mucho que le hacía gracia perder a dos jóvenes estúpidos incapaces de cargar con una Guía Roji, pues si alguien nos hablaba de Google Maps en ese momento le habríamos advertido sobre los peligros del exceso de las drogas y el alcohol.

Cuando al fin llegamos a las oficinas, luego de caminar y caminar, dos raspados de rompope, cinco cigarros sin filtro y mi fanfarronería literaria a todo lo que daba, llegó nuestro segundo problema: las malditas copias de los documentos originales. Tras esperar durante varios minutos en la fila, mientras escuchábamos conversaciones eruditas de autores franceses, alemanes o rusos, que a nosotros, acostumbrados más a Altamirano y Revueltas, nos parecían unos auténticos desconocidos, llegué a un escritorio donde una señora obesa, metida con calzador en una ajustada falda gris y una blusa blanca, extendió sus regordetes brazos y me pidió los documentos, de éste y de éste necesito copias, no originales, acá a la vuelta sacan copias.

En esa ocasión no lloré, ni hice aspavientos, ni mi madre se preocupó. Compramos varias caguamas y las bebimos en la casa del amigo que me había acompañado a dejar los papeles, quien no dejaba de burlarse de lo confiado que era en las instituciones culturales, ésas ya están dadas, carnal, me dijo mientras destaba con el encendedor la tercera caguama, lo más triste del asunto es que al año siguiente a él sí se la dieron, que hasta la fecha no ha publicado nada y que aún sigue quejándose de lo mal que están las instituciones culturales en el país.■

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