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sábado, 4 mayo, 2024
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Nota para el debate

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO •

Durante su larga campaña por la presidencia de la República –primero en el PRD, después en el aglomerado de partidos PRD-PT-Convergencia y hoy en Morena- se puede apreciar en el discurso de Andrés Manuel López Obrador un elemento que se ha mantenido constante, y ese elemento es la idea que él arribará al poder desde la plataforma de un partido político. Pese a sus exabruptos ocasionales, en los que manda al diablo las instituciones o alega la paz y el amor, López Obrador se mantiene fiel al dogma introducido en la reflexión política por los políticos profesionales –y cultivado por sus seguidores en la academia- que sostiene que el cambio político en México se dará mediante los partidos, o no se dará. Implícitamente se asume que la única vía alternativa a los partidos es la toma violenta del poder, vía que por unanimidad todos rechazan. Podríamos resumir el proceso de transición a la democracia de manera un tanto burda con la frase: “o el sistema de partidos o el caos de la violencia”. Los únicos cautelosos disidentes son los zapatistas chiapanecos, que prefieren suspender su juicio respecto a la opinión que les merecen los partidos políticos, pero que con sus elocuentes acciones muestran que no cabe para ellos la menor consideración.

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Un libro como “La mecánica del cambio político en México” de Becerra, Salazar y Woldenberg es el ejemplo más notable –entre muchos otros de diferentes colores- de cómo el debate sobre el cambio político se centra en, y se da desde, los partidos políticos. Es una gran estalagmita en la que se han precipitado ciertos puntos de vista alrededor de cómo desmontar el Estado de partido único –autoritario e ineficiente- y construir una sociedad más democrática y moderna. Esos puntos de vista consisten, más o menos, en lo siguiente: un conjunto de partidos políticos, de diferentes “ideologías”, acuden a elecciones auténticas, en las que los viejos trucos electorales del autoritarismo están ausentes debido a la existencia de un árbitro justo –el IFE, o ahora el INE-, ahí ganan posiciones, legislativas y de gobierno, que les permiten reforzar sus ideologías y volver a competir en otras elecciones. En todo esto se haya involucrado un ciclo de exigencias sociales que los diferentes partidos aseguran que llevaran a la práctica. Tal es lo que Becerra, Salazar y Woldenberg llaman la mecánica del cambio político. La novedad, como se sabe, es que las elecciones son “autenticas”, i.e., la posibilidad de embustes y trampas ha sido reducida al mínimo. Como se sabe ha sido un elemento recurrente de López Obrador asegurar que todavía se puede cometer fraude y que usualmente se comete contra él, pero no renuncia a pertenecer o formar un partido porque no hay otra manera de influir en la vida pública.

Tristemente las cosas se han construido de modo tal que es en efecto verdad que para influir en la vida pública se debe formar parte de un partido político, o resignarse a la irrelevancia. Esa ha sido entonces la misión histórica que ha correspondido jugar a los partidos políticos en México: volverse el medio de acción de los ciudadanos sobre la vida pública, quedando cualquier otra vía –porque se asumía que debía ser violenta- clausurada. Esto, como se puede apreciar, no es un debate, sino la construcción de un conjunto de condiciones para un cierto tipo de debate. No se podrán discutir alternativas pacíficas a los partidos políticos para transformar la sociedad, sino que se discutirá la organización, financiamiento y males de los partidos políticos con el fin de mejorarlos, de garantizar su continuidad como sistema y la perpetuidad de su existencia. Ante tal horizonte un escrito como el de Simone Weil titulado “Nota sobre la abolición general de los partidos políticos” constituye una provocación. Y seguramente muchos líderes partidarios querrán cubrirlo de indiferencia. Lo primero que puede decirse es que nuestra vida política no se entiende sin los partidos políticos, y nuestra historia política has sido narrada como la larga y dura transición del partido único con sus elecciones tramposas hacia la pluralidad de los partidos y las elecciones auténticas. Así que proponer la abolición es los partidos es un dislate, un desvarío de místicos y anarquistas que desconocen las realidades de la política. ¿O no? Que los políticos profesionales quieran insistir en que los partidos políticos ameritan continuar, pese a que todo indica que provocan más males que bienes, es cosa que de suyo se comprende porque de eso viven, de extraer recursos del erario público para garantizar la continuidad de su existencia; que para Weil constituye la continuidad del mal en la sociedad. Sin embargo, que los ciudadanos no alcen la voz es indicativo de lo profundamente enraizado que está en la conciencia humana el prestigio de poder y la comodidad de evitar por cualquier medio la reflexión. El artículo de Levinas “Reflexiones sobre la filosofía del Hitlerismo”era una interpelación a su maestro Heidegger ante la patencia de su nazismo, el de Weil apela a la humanidad toda con excepción de los líderes de partido y sus militantes de ojos desorbitados. ■

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