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sábado, 4 mayo, 2024
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De la libertad de expresión al naufragio de la indiferencia

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Publicar en un artículo de opinión que denuncie la falta de libertad de expresión en México, es cuando menos paradójico. Pero no la hay, no la suficiente.

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Para quienes vivieron los tiempos en los que tener una posición política determinada era equivalente a estar proscrito, o en los que se divulgaban panfletos y se pintaban bardas casi en la clandestinidad, estas palabras pueden resultar risibles. De alguna forma es comprensible, en ese terreno los tiempos son mejor que antes, pero lejos estamos aún de poder cantar victoria.

El asunto es que las limitaciones a la libertad de expresión no son del mismo corte que antes. Son un poco más sutiles e inteligentes, disfrazadas en ocasiones con frases propias de adalides de la legalidad, y en otras, las más, son amenazas de cerrar la llave del dinero público que sostiene a la mayoría de los medios de comunicación.

Hoy más que nunca, -particularmente en entidades como la nuestra, en la que la mayor circulación de dinero viene de instituciones públicas- televisoras, radiodifusoras, páginas de Internet y prensa escrita sobreviven en buena medida gracias a los convenios de publicidad gubernamental, que muchas de las veces se convierten también en formas de “chayoteo” institucionales, pues lejos de circunscribirse a las páginas contratadas, los mensajes oficiales se extienden a otros espacios sin que se advierta de ello al público.

Además de los chantajes oficiales para retirar convenios de publicidad, en radio y televisión se presiona con quitar la concesión del espectro radio-eléctrico, o con cerrar espacios en otros negocios alternos que tenga el empresario.

Pero sin duda el mayor costo de ejercer la libertad la llevan como siempre los de abajo.

Del 2004 a la fecha, 70 periodistas han sido asesinados en México de acuerdo a la organización Artículo 19. Cada nombre y cada historia, han terminado en el olvido y en la indiferencia ante la humana y lamentable reacción de tener que archivarlos por la inminente llegada de otro nombre, y otro caso nuevo.

Quizá los que permanecen más frescos en la memoria son aquellos que sucedieron en la Ciudad de México, como el de Ana María Marcela Yarce Viveros y Rocío González Trápaga; la primera trabajaba en Contralínea, la segunda de forma independiente. Los cuerpos sin vida de ambas aparecieron desnudos y atados de pies y manos en 2011. La investigación al respecto concluyó que el crimen había ocurrido con la intención de robar a una de ellas, quien tenía una casa de cambio en el aeropuerto capitalino.

El otro que se ha salvado del baúl del olvido ocurrió también en la Ciudad de México. Me refiero al de Rubén Espinoza, fotoperiodista que se había trasladado a ese lugar huyendo de las amenazas que había recibido en Veracruz.

La mayoría de los casos que terminan en homicidio, tristemente son la de periodistas que laboran en el interior de la República y trabajan para medios pequeños. Pero los grandes tampoco se libran, pues algunos de ellos han tenido que lidiar con la prisión.

Es el caso de Pedro Canché, periodista maya que difundió los reclamos de una comunidad por falta de agua, lo que le ganó que se le fabricara el delito de sabotaje, del cual sólo se libró gracias a la intervención de asociaciones de periodistas que incluso le pusieron un abogado, pues la pobreza de Canché hacía imposible que él pudiera pagar uno.

Lydia Cacho vivió en carne propia la venganza de los pederastas que denunció. A Sanjuana Martínez, una de las primeras en desnudar la pederastia clerical, también le tocó estar cerca de la cárcel, cuando fue arrestada con el pretexto de un juicio civil que sostiene con su ex pareja.

A otras figuras de mayor notoriedad no se han atrevido a encarcelarlas, pero cuando menos se les ha molestado con demandas desgastantes. El primer caso de esos fue el de Lorenzo Meyer, quien fue denunciado por el periodista Carlos Marín, porque el académico cuestionó su ética profesional. Posteriormente vino el caso de Sergio Aguayo, denunciado por el todopoderoso Humberto Moreira, el mismo que fue capaz de mover sus hilos en México para salir de un proceso legal en España por narcotráfico, cargo similar al que se le ha achacado reiteradamente en Estados Unidos.

El tercer caso de estos es el de Carmen Aristegui, quien salió de Noticias MVS por un asunto menor que sirvió de pretexto para despedirla luego del reportaje de la Casa Blanca, en el que se evidenció los acuerdos de corrupción de Enrique Peña Nieto.

La semana pasada, luego de que EPN se disculpara por la adquisición de ese inmueble, Aristegui hizo público que la empresa en la que trabajó por años la había denunciado por daño moral, por el prólogo en el libro que explica a detalle el asunto de la Casa Blanca.

En los actos aquí citados, si bien no puede menospreciarse el daño que sufrieron sus protagonistas, al menos queda de consuelo que los casos tuvieron la suficiente atención pública para estar en la memoria colectiva.

La peor parte se la llevan quienes todos los días hacen públicas denuncias de corrupción, atropellos y cochupos, que se pierden en el mar de sobre información a la que tenemos acceso, y que, lo más que logran, es un like o un retweet que saben a nada, porque los asuntos no tienen las consecuencias legales y políticas que quisiéramos. ■

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