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sábado, 4 mayo, 2024
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Lagrimita, Carmelita Salinas y el voto nulo

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Por: VEREMUNDO CARRILLO-REVELES* •

En un país de polarizaciones extremas, que se manifiestan aguerridamente en prácticamente todos los ámbitos de la vida pública, los partidos políticos tienen una rara “virtud”: provocan un repudio común entre los mexicanos. Una convergencia masiva de opiniones, que no gozan siquiera las enchiladas verdes, la selección de futbol o las rancheras de José Alfredo Jiménez. Si algo verdaderamente nos identifica como miembros de una comunidad nacional, es la poquísima fe que tenemos en las organizaciones que postulan a “nuestros” representantes.

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Según un estudio de las consultorías GEA-ISA, la confianza en los partidos políticos es de apenas 9%, lo que los coloca como una de las instituciones con menor credibilidad en el país. Las universidades y las iglesias tienen cuatro y tres veces más puntos en este índice, que mide la percepción de legitimidad. Y si eso podría parecer “normal”, no lo es tanto que los superen también los bancos -14%- o las televisoras -10%; incluso, las denostadas corporaciones policiacas generan más confianza entre los ciudadanos, que los partidos.

Por una parte, los escándalos de corrupción salpican a prácticamente todas las formaciones; por la otra, las campañas electorales terminan no sólo por ser invasivas; son la manifestación tangible de un reproche general: el despilfarro de recursos. Con los 5 mil 300 millones que recibirán este año los 10 partidos, se podrían financiar casi cuatro instituciones de educación superior del tamaño de la UAZ. Para rematar, la crisis política que trajeron, como torta podrida bajo el sobaco, los escándalos de Tlatlaya, Ayotzinapa y las casas de Grupo Higa, agravó el malestar, ante la pasividad de todos los institutos partidistas.

Según el estudio, sólo 34% de los mexicanos se manifiesta satisfecho de cómo funciona la democracia en el país; del resto, 55% se declara insatisfecho y 11% por ciento ni siquiera sabe qué opinar al respecto. Estas cifran reflejan porqué diversas voces han intensificado el llamado a manifestar el descontento en las próximas elecciones. Las posturas son dos: por un lado, no sufragar o evitar de plano la celebración de votaciones; por el otro, acudir a las urnas, pero anular el voto.

El significado de ambas tendencias es diametralmente distinto. Aunque mediáticamente la convocatoria a no votar parece de impacto, en la práctica resulta una quimera: sin necesidad de bandera, los mexicanos que sufragan son pocos. En las últimas dos elecciones federales intermedias, 2009 y 2003, la concurrencia de electores promedió apenas 43%; es decir, 57 de cada 100 mexicanos simplemente no acudieron a las urnas. El abstencionismo no significa necesariamente la manifestación de un malestar militante, puede expresar desilusión, pero también indiferencia y conformismo: en estos 12 años es difícil sostener que ese 57% creó condiciones como para pensar en una transformación de fondo del sistema político.

El llamado al voto nulo, por su parte, implica un rechazo explícito a la manera en que funciona el sistema y a los partidos. Desde 2009 la tendencia ha venido a la alza, de la mano del exhorto que hacen distintos grupos para manifestar el descontento por esa vía. Según reconoció el otrora IFE, en 2012 se registró un record histórico de sufragios anulados intencionalmente. En esa contienda electoral, 5% de los votantes invalidó las boletas para legisladores. Hoy, de acuerdo a GEA-ISA, 7% de los electores manifiesta esa intención.

Quienes votarán en nulo, representan, así, la cuarta fuerza en el país: están por detrás de PRI, PAN, PRD, pero superan a Morena y al Verde. De estos últimos, si las votaciones fueran hoy, el primero obtendría un 6% de los sufragios y el segundo 5%. El resto de las formaciones –Panal, PT, MC, PH y ES- tendrían que sumar todos sus votos para alcanzar el 7% de quienes anularán. Evidentemente es una manifestación del hartazgo, pero ¿tendrá verdadero impacto, como para soñar con una transformación política?

La postulación de diversos personajes del espectáculo, como Carmen Salinas y Cuauhtémoc Blanco, ha levantado polvareda de controversias. Más allá de folias y filias, como ciudadanos mexicanos ambos tienen derecho a ser votados. Lo criticable son los mecanismos internos en que los partidos eligen a candidatos y que provocan manifestaciones de rechazo como el voto nulo. Lo mismo pasa con Abarca y el caso Iguala.

Al lado de estos personajes, sin embargo, emerge el payaso Lagrimita, que compite por la alcaldía de Guadalajara. Con todo y una vaguísima propuesta de gobierno, Lagrimita podría recibir el voto de los 24% tapatíos, según una encuesta del GCE. A Lagrimita, sin embargo, no lo postula partido alguno: formalizó su candidatura independiente gracias al respaldo de 26 mil ciudadanos, que ven en él una opción frente a políticos tradicionales.

La lección es para todos, particularmente para los promotores del voto nulo. No basta con manifestar el hartazgo: es necesario construir alternativas; los partidos no cambiarán en automático. El ejemplo español de Podemos y Ciudadanos es impactante: han logrado canalizar, en poco tiempo, la indignación y convertirse en opción electoral, sacudiendo a los partidos tradicionales. La indiferencia y la pasividad también son complicidad. ■

 

@VeremundoC

 

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