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domingo, 5 mayo, 2024
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Observando a los observadores

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Por: CITLALY AGUILAR SÁNCHEZ •

  • INERCIA

En el marco de la celebración del Festival Internacional de Teatro de Calle edición número 15, los zacatecanos hemos tenido la oportunidad de ser espectadores de obras de todo tipo. Desde luego, nuestro manifiesto malinchismo, nos hace impresionarnos fácilmente con aquellas puestas en escena expuestas por oriundos del viejo continente o bien, por obras de impresionante montaje: siempre se busca ver fuegos artificiales, enormes escenografías, guapos actores o cualquier cosa que nos saque con facilidad de nuestra realidad.

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Y no es que esté mal o bien dicho comportamiento, siempre y cuando aquello que presenciemos nos aporte algo a nuestras vidas es válido; al menos yo soy de la idea de que el arte, a veces sin proponérselo, tiene funcionalidad: ya de deleitar, ya de instruir.

En este sentido, hubo una obra que llamó particularmente mi atención: Los observadores, de la compañía zacatecana Los cosmicómicos, dirigidos por Sergio Salinas. Con dos funciones en la plazuela Miguel Auza, esta representación teatral tuvo el firme propósito de fomentar la reflexión en el público, en su mayoría joven, que acudió a la cita.

 

Los observados

En punto de las 8 de la noche, la maquinaria cobró vida. En celdas de acero los personajes comenzaron sus movimientos autómatas. Si el hombre era parte de la máquina o la máquina del hombre, no era posible saberlo, puesto que lo que destacaba era el frío sonido del hierro. Movimientos duros y marcados hacían de las figuras humanas unos cuerpos robotizados.

Se dice que en el teatro clásico, la comedia, dirigida especialmente al vulgo, causaba risas entre sus asistentes por el simple hecho de representar las actividades y el lenguaje de la comunidad. Al espectador le causaba gracia verse reflejado en los personajes expuestos.  ¿Por qué entonces los asistentes zacatecanos no se sintieron aludidos en la escena? No hubo risas ni siquiera incómodas. Quizá se debe a que no somos conscientes de tal parecido.

Una lluvia de aviones de papel con mensajes subversivos inundó a los presentes, quienes indiferentes los dejaron tirados en el piso una vez concluida la obra. “¿Cuándo fue la última vez que fuiste feliz?” y otras preguntas similares quedaron sin respuesta, porque la gente esperaba simplemente ir a ver una función, sin tener que esforzarse en nada más.

Comenzaron a desaparecer los actores y un terrible número 43 cubrió dos pantallas. Quienes creían haber olvidado la tragedia mexicana más reciente, volvieron a sentir en carne viva la angustia. Un grupo de histriones, cuyo lenguaje era indescifrable, pugnaba por los extraviados sin tener más que represión a cambio. Irónicamente, uno de los personajes principales, el conductor de un programa televisivo, era el que más claro lenguaje exponía; esto sólo con una inmutable sonrisa en el gigantesco rostro.

En una de las partes más escalofriantes de la puesta en escena, el público es interpelado. Nos hacemos parte de la obra para ser “desinfectados”  del espíritu rebelde de manifestación  masiva. Un manto de hule nos cubre y es a través de este que observamos la   borrosa escena que se lleva a cabo, donde hombre y mujeres son amedrentados desnudos…

 

Los observadores

En medio de las centenas de personas que se dieron lugar en la Plazuela Miguel Auza, era fácil notar los gestos de desagrado: rasgos de incomodidad dominaban las caras de los presentes. El silencio era común entre todos, aunque no faltó la mirada interrogante de “¿Qué pasa aquí?”. Cierto es que para algunos fue difícil entender que nos cubriera un manto de plástico durante una de las partes más tensas de la obra, sin embargo ¿no es así nuestra vida diaria en este país?

Al parecer, en muchos de los habitantes de México es necesario ya el olvido. Mencionar el 43, hablar de muerte y desapariciones son temas escalofriantes que se prefiere evadir. Queremos reír, queremos entretenernos con lo que sea. Que nada ni nadie nos recuerde la tristeza colosal que cargamos diario. Queremos identificarnos con la alegría, queremos mensajes de aliento y que nos hagan creen que aquí no ha pasado nada. Sin embargo, en esta nación ya no es posible volver atrás. Si desde siempre aquí ha imperado la injusticia, ahora más que nunca es visible.

Es cierto que el arte no tendría la obligación social de generar conciencia de algún fenómeno ideológico; es válido el arte por el arte, como suele ser la consigna del arte moderno. De igual modo es válido expresar inconformidad  ante el arte panfletario. Pero creo que ante todo, el arte responde de modo directo o indirecto a su propio contexto. Aún aquellos que han intentado negar la función social del arte, terminan por evidenciar, en tal negación, su propia postura ante algún episodio ideológico.

En esta ocasión Los cosmicómicos ponen el dedo en una llaga que aún no sana, y quizá nunca lo haga. Nos lanzan aviones de papel que para nuestra adormecida conciencia llegan a convertirse en misiles. Y desde lo profundo de nuestro sueño robótico puede que algo, aunque sea pequeño haya quedado impregnado de curiosidad y nos anime a repensar nuestra situación histórica y a dejar de ser simplemente observadores. ■

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