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martes, 7 mayo, 2024
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La aspiración y el voluble listón

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA • admin-zenda • Admin •

■ Zona de Naufragios

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Si hay algo que es característica esencialmente humana son los denodados esfuerzos de la raza por levantar el listón en cualquier rama de su quehacer, empujar los límites, alcanzar niveles de perfección, superar lo antes hecho. Entre los animales, los únicos competidores que tenemos, no se andan esforzando por ser el cazador más rápido o más eficiente en su empresa, con atender su necesidad fundamental, la supervivencia y la reproducción, el animal cumple con su función esencial biológica de la forma más eficiente a la que puede aspirar; que la evolución haya hecho a unos más eficientes depredadores a algunos en cierto aspecto y a otros en otro es parte de la lotería cósmica. Entre nosotros –y con el perdón de la parroquia por la referencia deportiva– el citius, altius, fortius, eslogan olímpico que simboliza quizá mejor que ningún otro esa inclinación por el mejoramiento constante en el desempeño deportivo, refleja esa misma proclividad que no se circunscribe estrictamente a ese campo. La consigna humana es pues la de levantar el listón constante e infatigablemente: la apropiación de la actividad humana precedente y su constante ampliación, en palabras de György Márkus.

Hay, sin embargo, áreas opacas de la actividad humana que no pareciesen compartir, en principio, esa ambición de mejoramiento. Y a juzgar por la terca realidad, el desempeño de nuestra clase política es el opuesto: cada vez más torpe, más lento, menos ambicioso (mientras no se trate de sus prebendas) y en general con un desempeño que no satisface a nadie. Los que ahora parecen sempiternos problemas en el país no sólo no mejoran, se van recrudeciendo, el abandono crece y aquí ya nadie parece saber qué hacer.

El viejo adagio que postula que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen resulta un tanto inexacto. El tema no es uno de merecimientos, territorio pantanoso donde los haya, pues para decidir lo qué merece quién en función de tal o cual es materia garantizada de debate y desacuerdo. No creo que tengamos tenemos el gobierno que merecemos, aunque quizá sí. Lo que sí me parece irrefutable es que tenemos el gobierno al que aspiramos.

La pasividad generalizada, el aletargamiento de la sociedad es causa y consecuencia del cisma entre un gobierno ausente y una sociedad abandonada a su suerte. Y el circulo vicioso se expande: a unos no les incomoda que nadie alce la voz y los otros no se incomodan en alzarla. Con la excepción de algunas iniciativas y confluencias entre actores (la prensa, la academia, las organizaciones de la sociedad civil), nadie exige nada. En síntesis y como colofón, bajar el listón al mínimo posible, aspirar a que todo siga más o menos igual y en la medida de lo posible y dios mediante, no empeore.

Mejor momento para constatar lo anterior son las llamadas campañas políticas, tan llenas de todo y de nada, pletóricas de lugares comunes, con diagnósticos de la realidad y propuestas simplonas que podría hacer cualquier escolar con grado de bachiller (ni preparación académica ni coeficiente intelectual de más de 85 puntos se requieren para hablar de economía, seguridad y gestión de recursos con la superficialidad que lo hacen), más ligadas al voluntarismo que a propuestas serias, estructuradas y con objetivos tangibles susceptible de ser ampliamente discutidas y contrastadas entre sí. Todos hablando de lo mismo y en los mismos términos en un dialogo de sordos que encima, no interesa a nadie más allá de los dos o tres gatos que los escuchan fuera de su clientela.

Eso por hablar del fondo, que la forma es, si acaso es posible, aún más vergonzante: con cinismo y desfachatez dignos de alguna causa más ruin, la palestra de personajes que aparecen un día con un color, al día siguiente con el otro, y al tercero con otro ilustra una poligamia cromática que no es otra cosa que síntoma de confusión, pragmatismo y al final, de una suerte de trastorno mental de alguien quien sólo pretende servir a la causa de sí mismo. Encima, las propuestas simplonas se estructuran en mensajes sin pies ni cabeza: entre lo que que suponemos piensan como grandilocuentes y hasta quijotescas (los hay cruzados y sacrificados) declaraciones y los eslóganes caricaturescos (estar hasta la madre, o ser detallista o garantista, o darle vacaciones a alguien o el ahora infaltable independentismo), que resultan una mezcla abigarrada de tarea de las asignaturas de redacción de secundaria y mercadeo de universidad de reputación cuestionable. Se entiende que el mensaje no puede ser complejo o lleno de detalles, pero la infantilización del electorado con mensajes pueriles, juegos de palabras, acrónimos (¿en serio piensan que esas cosas impactan o dejan huella alguna?) que han hecho los genios de la comunicación política tornan esto en un símil de circo barato.

Todo lo anterior puede referirse en una expresión que usaba el padre de un amigo: ‘política chicharronera’. Sin conocer su genealogía precisa no me cuesta trabajo interpretarla como aquella concepción que entiende la política como un ejercicio de servicio personal y discrecional, de servilismo e intercambio de  favores; de propuesta inexistente y un mensaje rústico. De culto a la personalidad de cacique pueblerino, cerril y ultramontano, poco refinado y tendiente a la autocelebración, los confetis, la hipocresía y el presupuesto público. Y que, por encima de todo, se puede despachar en la plaza. ■

 

#políticachicharronera

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